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Tribuna
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Normalización entre Estados Unidos y Cuba

Ambos países culminan el proceso de cambio inciado el año pasado y dejan atrás más de de medio siglo de bloqueo y distanciamiento

La inminente reapertura de embajadas entre Estados Unidos y Cuba es el penúltimo capítulo de un inexorable proceso de normalización de las relaciones entre dos países vecinos, cuyos vínculos fueron eliminados hace más de medio siglo. La ruptura e imposición del embargo norteamericano al régimen cubano se debió a la confiscación de las propiedades en una Cuba dominada por el capital norteño. Luego el divorcio se solidificó en aras de la estrategia de la Guerra Fría y la amenaza soviética. Era una humillación que merecía una lección drástica.

Desde entonces, ningún presidente norteamericano quería pasar a la historia como el primero que había claudicado ante Fidel Castro. El intento de Jimmy Carter al diseñar la puesta en marcha de las “secciones de intereses” no se vio correspondida por Cuba, al insistir en sus actividades en el exterior. Todo siguió dominado por la inercia. Cuba seguía reclamando que no se sentaría a negociar si no se eliminaba el embargo.

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Pero el cambio de decisión en Washington y La Habana llegó. Entre las claves de esta mutua decisión, anunciada el 17 de diciembre del pasado año por los presidentes Obama y Castro, destaca la conveniencia de Washington para desembarazarse de un obstáculo para mantener relaciones pragmáticas con el resto del subcontinente latinoamericano. Cuba era un estorbo, una excusa a líderes latinoamericanos con agendas populistas. Otros actores externos se entrometían en el patio trasero de Washington. Se imponía una estrategia de cooperación donde las diferencias ideológicas no fueran un obstáculo insalvable.

El mundo tras el 11 de setiembre se había convertido en mucho más complicado que el compartido con Moscú durante la Guerra Fría. Los responsables de la seguridad nacional en Washington habían sistemáticamente señalado que otros escenarios diferentes a Cuba eran mucho más importantes. Además, la única amenaza seria para Estados Unidos desde el sur estaba representada por el crimen organizado, el tráfico de drogas, y la inmigración descontrolada. Lo último que Washington podía tolerar era un segundo Mariel.

Entre la incertidumbre de la apertura democrática y la estabilidad, Obama optaba por la seguridad. La presión de la emigración cubana en Estados Unidos, muy distinta en las dos últimas décadas que la que impuso el embargo, ha contribuido notablemente al cambio mutuo de actitud a ambos lados del estrecho de La Florida. El sentimiento de reconciliación entre bandos opuestos que se consideraron enemigos comenzó a imponerse y suavizó la dura actitud de notables sectores del exilio. La opinión pública norteamericana expresada en la prensa de referencia ha contribuido también a reforzar las tesis del gobierno. La presión de intereses económicos que veían que las oportunidades de inversiones se podían esfumar ante la competencia europea de otras regiones del globo se hizo irresistible.

En Cuba, el ambiente también había cambiado. Era cuestión de contar con la colaboración de Raúl Castro. Diferente de su hermano, el pragmatismo de Raúl le permitiría pactar y sellar un acuerdo sin exigir que el embargo fuera eliminado. La precaria situación económica le recomendaba un arreglo con Washington. La mediación del papa Francisco hizo el resto. Después de todo, la propia actitud del pueblo cubano siempre había distinguido entre la animadversión hacia Estados Unidos, como ente político, y su pueblo. La apertura de las embajadas es el principio, pero la normalidad total no será fácil. Todo depende del uso que unos y otros hagan de los flecos del embargo (propiedades, democracia plena, etc.).

Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.

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