La vida cotidiana bajo el yugo del Estado Islámico en Irak
Los huidos de Ramadi cuentan cómo es vivir bajo las rígidas normas del Califato
“No teníamos libertad; ni siquiera podía fumarme un cigarrillo”, responde Hamed cuando se le pregunta cómo le afectó la llegada del Estado Islámico (EI) a Ramadi, la capital de la provincia iraquí de Al Anbar. Puede parecer una nimiedad cuando uno se ha convertido en refugiado dentro de su propio país, pero da una idea del nivel de control social al que aspira el autoproclamado Califato. Como cientos de miles de iraquíes, Hamed y su familia terminaron abandonando su hogar cuando perdieron la esperanza de que las fuerzas gubernamentales pudieran frenar a los yihadistas.
“En dos incursiones anteriores, nos refugiamos en un pueblo cercano y regresamos a Al Tamim [su barrio] días después, cuando el Ejército lo recuperó, pero cuando entraron el mes pasado ya no teníamos dinero y aguantamos dos semanas esperando a que volvieran los soldados”, explica Hamed sin ocultar la decepción por la retirada de las fuerzas gubernamentales.
A los 51 años, este padre de seis hijos que trabajaba como taxista ha perdido su casa, su medio de vida y hasta querían quitarle el único vicio que podía permitirse, el tabaco. “Todo está prohibido, sobre todo para las mujeres”, señala su esposa, Karima, de 39 años, que cuenta que no podía salir sola a la calle. Poco a poco fueron desapareciendo los abastecimientos y servicios. “Cerraron las tiendas y la comida empezó a escasear”, añade. Además, empezaron los bombardeos aéreos. De ahí que escaparan hacia el sur y, tras 12 días en un campamento en Ameriyat Faluya, se hayan reunido con otros familiares en este campo de desplazados de Al Dora, un barrio suní del sur de Bagdad.
Karima y Hamed, al igual que el resto de los desplazados de la provincia de Al Anbar, son suníes, la misma rama del islam a la que se adhieren los seguidores del EI. Y sin embargo, discrepan de la interpretación que los yihadistas hacen de su religión. No son los únicos. Un poco más al sur, en el campamento de desplazados de Al Salam, gestionado por una cofradía sufí, varios seguidores de esta corriente mística del islam denuncian sus agresiones. “Han destruido nuestros templos en Al Anbar, Nínive, Saladinn y Diyala, también han apresado a algunos de nuestros líderes religiosos”, declara Adawiya Saleh, de 40 años. “Matan a la gente, sobre todo a los jóvenes que se niegan a unírseles”, agrega compungida.
La violencia de los yihadistas del EI contra las minorías se hizo patente en junio del año pasado cuando, tras tomar Mosul, llevaron a cabo matanzas de yazidíes y agresiones contra cristianos, shabak o kakais que las organizaciones de derechos humanos tacharon de limpieza étnica. Pero el mensaje que dejaron claro desde el principio fue que para los chiíes no había perdón. Se erigían en protectores de la comunidad suní y declaraban la guerra al Gobierno de Bagdad, dominado por los chiíes desde el derribo de Sadam porque son mayoría en Irak. Aún así, muchos suníes discrepan de ese uso de la religión como instrumento de control social.
“Cambiaron todas las normas, de repente todo se convirtió en haram [pecado] Las mujeres teníamos que cubrirnos hasta la cara”, apunta Anwar, una suní de 29 años, que también escapó de Ramadi con su marido y dos hijos hace un par de semanas. Varias mujeres que como ella están aseándose en una de las fuentes instaladas por Unicef respaldan sus palabras. Sólo recordar a los barbudos les produce repulsión. “Iban armados con pistolas y cuchillos, muchos llevaban máscaras para que no les reconociéramos”, afirman.
La mayoría abandona sus casas antes incluso de que lleguen los que describen como “terroristas”, ya que su fama les precede. Gracias a una astuta utilización de la propaganda crean el pánico. “El EI no necesita muchos soldados. Con unas pocas decapitaciones selectivas, consigue que la gente huya despavorida”, constata Lise Grande, la coordinadora humanitaria de la ONU para Irak. Pero no todo el mundo se siente intimidado. Por simpatía, falta de alternativas o indiferencia, hay gente que se ha quedado a vivir en las zonas bajo el control del EI.
“Mientras no te metas con ellos, no tienes problemas”, asegura Omar, un estudiante de Medicina en la Universidad Al Maamun de Bagdad, antes de regresar a su casa en Al Qaim, en la frontera con Siria, al acabar el curso. Admite que “han impuesto restricciones, en especial a las mujeres”, pero insiste en que “la vida transcurre normal”.
Huyen los miembros de las fuerzas de seguridad y sus familias, así como las minorías o los adinerados que pueden establecerse en otras regiones de Irak, principalmente el Kurdistán. La mayoría de quienes se quedan son árabes suníes que tratan de seguir con sus vidas y hasta llegan a sentirse más seguros respecto a la violencia precedente. A menudo, temen más al Gobierno central y a las milicias chiíes en las que se apoya para combatir a los yihadistas que al propio EI.
Luna de miel con yihadistas
En su intento de atraer a simpatizantes, el Estado Islámico ya no sólo difunde vídeos de sus atrocidades, sino también noticias amables, como la reapertura del antiguo hotel Niniwa International en Mosul (con una oferta de tres noches para recién casados) o el testimonio de un médico australiano con su experiencia en un hospital de Raqqa (Siria). Lo que no dicen esas informaciones es que, por razones humanitarias, las organizaciones internacionales, a través de sus socios locales, siguen enviando medicinas para las necesidades más urgentes. También el Gobierno de Bagdad continúa pagando cada dos o tres meses los sueldos a los funcionarios.
Difundir el mensaje de que la vida bajo el control del Califato transcurre con normalidad es esencial para su proyecto, una profecía de gobierno perfecto atribuida a Mahoma con la que resulta fácil seducir a musulmanes desencantados con sus gobernantes. Por esta razón, los yihadistas tratan de reparar los servicios de electricidad, agua y alcantarillado en las zonas que controlan, imponen tasas, o promulgan normas administrativas en consonancia con su reclamación de ser un Estado.
“En dos años, el EI se ha convertido en un fenómeno social que afecta incluso a la comida, la ropa y el comportamiento de la gente”, explica el analista iraquí Hisham al Hashemi, experto en el grupo y autor del libro El mundo del EI (en árabe). De ahí que en su opinión ni la solución militar ni la política sirvan para hacer frente al problema. Al Hashemi, que cuenta con una red de colaboradores sobre el terreno, concluyó el pasado mayo que un 90% de quienes permanecen bajo la férula yihadista no están ni con el califato ni con el Gobierno (frente a un 5% de simpatizantes y otro 5% obligado a quedarse por alguna razón).
No obstante, la capacidad para decidir se ve muy mermada por la alternativa —unirse a los tres millones de desplazados internos que malviven en el resto del país— y la falta de libertad de movimientos. La mayoría de los viajeros tiene que pagar una tasa para salir del califato, que casi ocupa un tercio de Irak y buena parte de Siria. A Omar le piden unos 80 euros cada vez que viaja a Bagdad; el regreso no le plantea problemas porque sus apellidos revelan su origen suní. “No te hagas del EI”, le despiden sus compañeros de facultad (chiíes), esperando volver a verle el curso que viene.
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