España no será obstáculo
En Madrid no se da esa inquina y hartazgo que sí se percibe en otras capitales europeas ante las piruetas de Cameron
Es difícil pensar en dos países cuyas trayectorias de llegada a la UE puedan ser más opuestas que las que representan España y Reino Unido. En el caso de España, nuestra adhesión a la (entonces) Comunidad Europea supuso la culminación de los anhelos de varias generaciones, históricamente cercenadas de la posibilidad de incorporarse a la corriente de paz, democracia y progreso que se abría al norte de su frontera pirenaica. De ahí el intenso, orgulloso y entusiasta proceso de europeización en el que la sociedad española, sus fuerzas políticas, sus empresarios, sus intelectuales y sus sindicatos se embarcaron, primero en 1978 con la aprobación de la Constitución, y luego a partir de 1986 con la formalización de la adhesión.
En el caso de Reino Unido, la llegada a la UE, en lugar de ofrecer un logro histórico en torno al cual construir un relato de orgullo nacional, significó una doble derrota: primero, la de un imperio que decía adiós a todos sus territorios de ultramar, y segundo, el reconocimiento del fracaso de la tentativa de organizar los asuntos europeos en torno a un modelo rival al puesto en marcha por el Tratado de Roma, el de la asociación europea de libre comercio (EFTA).
Todo ello explica que desde países como España no se entienda fácilmente por qué el deseo de ser miembros de la UE, para nosotros tan simple e intuitivo incluso a pesar de la reciente crisis y la aplicación de duros ajustes y políticas de austeridad, pueda ser motivo de tantas complicaciones para los británicos. Esta incomprensión no implica que España vaya a representar un obstáculo para David Cameron a la hora de negociar un mejor acuerdo con la UE. Al contrario que en otras capitales europeas, donde sí que se percibe algo de inquina y bastante hartazgo ante las piruetas y tacticismos de David Cameron,
España no tiene un especial interés en ponérselo difícil al primer ministro británico. Eso no quiere decir que Cameron vaya a tenerlo fácil. En Madrid, como en otras capitales, habrá cierta flexibilidad a la hora de negociar excepciones con las que acomodar a Reino Unido; en esto los británicos son especialistas y los demás ya están acostumbrados. Pero España no va a aceptar sin más la pretensión británica de forzar a todos sus socios a negociar un tratado que requiera ratificaciones parlamentarias o referendos en los Estados miembros, pues eso supondría abrir la caja de los truenos de la opinión pública que tanto costó cerrar en la década pasada.
España tampoco simpatiza con la idea de retorcer principios fundamentales como la libre circulación de personas hasta que sean irreconocibles. Así pues, en los próximos meses, Cameron intentará convencer a sus socios europeos de que los británicos están dispuestos a irse si no se accede a sus demandas. Mientras, sus socios intentarán convencer a Cameron de que no le pueden dar lo que pide. La cuestión es a quién creerán los votantes británicos: a un Cameron que dirá haber logrado un acuerdo histórico, o a unos líderes europeos que dirán que no le han dado nada importante.
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