Continuará…
En letras o en vídeo, el efecto de la serialización fue y es igual: absorbente
Mientras termina la tarde de los domingos, se aviva la discusión sobre los conflictos extremos en la política, el poder y sus golpes de destino. Aunque las conversaciones saltan de lo informado a lo apasionado, sus límites geográficos están claramente establecidos: de Winterfell a King’s Landing, de Braavos a Dorne, de la Pared a Meereen.
Mi familia y yo, como millones de personas más, estamos listos para un nuevo episodio de Game of Thrones, Juego de Tronos, la épica imaginaria de George R. R. Martin que durante una hora intensa juega en cómplice contrapunto con la realidad y sus historias. A la hora, en un momento particularmente intenso de combates o de intrigas o de cópula cruel, el capítulo se corta y el suspenso, la oscuridad de la duda, durará hasta la próxima semana. Valar Morghulis.
Uno ve la ávida expectativa que convocan series tan diversas como Mad Men, House of Cards, Homeland, Breaking Bad; y, más cerca nuestro, Pablo Escobar, el patrón del mal, o El señor de los cielos y queda claro que las series por entregas hacen por la televisión del siglo XXI lo que hicieron por la novela y el periodismo en el siglo XIX.
La gran novela decimonónica, y parte de la del siglo XX, no creció por entregas
La gran novela decimonónica, y parte de la del siglo XX, no creció entera sino por entregas; no se conoció completa sino por capítulos y no se publicó originalmente en libros sino en revistas y periódicos. Estos no solo informaron sobre la realidad sino sobre la fantasía y gracias a ella crecieron hasta alcanzar la viabilidad.
Gustave Flaubert publicó Madame Bovary en seis partes en la Revue de Paris, entre 1856 y 1857. León Tolstoy serializó Anna Karenina entre 1875 y 1877. Fedor Dostoyevsky entregó Los Hermanos Karamazov por capítulos serializados también, entre 1879 y 1880. Lo mismo hizo Herman Melville con Benito Cereno, publicado por Putnam’s en tres episodios, entre octubre y diciembre de 1855.
Aunque Mark Twain dividió también Huckleberry Finn en tres episodios (en The Century, entre diciembre de 1884 y febrero de 1885), lo usual fue publicar novelas en 20 entregas o más.
Robert Louis Stevenson publicó su Isla del Tesoro en 18 entregas, entre octubre de 1881 y fines de enero de 1882, en Young Folks. La Isla Misteriosa, de Jules Verne, fue publicada en inglés en Scribner’s, en 20 capítulos entre 1874 y 1876. El Great Expectations de Charles Dickens se publicó en 36 capítulos en la revista All the Year Round entre diciembre de 1860 y agosto de 1861.
En su America’s Continuing Story, Michael Lunde escribió que “el relato estadounidense entre 1850 y 1900 fue una historia continuada, contada y recibida en partes a lo largo de un tiempo extendido”. Lo mismo ocurrió en Inglaterra, en Francia y en el resto de Europa continental. Fue un auge de Scherezadas en plena creación de una narrativa sin par.
Su efecto sobre el crecimiento de las publicaciones fue decisivo. En 1850, en Inglaterra, la revista Household Words (donde publicaba Dickens) sostuvo ediciones de 50.000 ejemplares. En la década de 1860, la revista All the Year Round (que publicó también a Dickens) alcanzó los 300.000 ejemplares. Hacia fines de siglo la revista The Strand (donde aparecían las aventuras de Sherlock Holmes) circuló 500.000 ejemplares.
En Estados Unidos, los tirajes modestos de la década de 1850 crecieron en forma pareja a la innovación de los editores y la creatividad de sus escritores. La revista McClure's pasó de 175 mil ejemplares en 1895 a 250 mil en 1896. Esa fue la revista de los grandes periodistas de investigación de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
La clásica investigación de Ida Tarbell sobre la historia de la Standard Oil Company, se publicó, con gran éxito, en 15 entregas, en McClure’s en 1903. La publicación serial construyó una estrecha relación entre el público y el escritor —como se desea ahora lograr en las publicaciones digitales—. A veces como espectador emocionado de un juicio inapelable (la muchedumbre que esperó en New York al barco con la última entrega de Dickens, para saber si la pequeña Nell había muerto o no); en otras obligó al autor a cambiar el argumento (Conan Doyle tuvo que resucitar a Sherlock Holmes, luego de describir su muerte en la lucha final contra Moriarty en las cataratas de Reichenbach).
En letras o en vídeo, el efecto de la serialización fue y es igual: el relato absorbente, que sumerge en un mundo intenso, para interrumpir después la fascinación con la promesa segura de reanudarla.
Gracias a su capacidad de encantar duraderamente a millones la fantasía construyó y construye la realidad a la par de sus mundos paralelos.
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