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Tribuna
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El taxista que venció a la crisis brasileña

Existen millones de brasileños con las manos y la conciencia aún limpias que devolverán el respeto que merece Brasil

Juan Arias

¿Puede un taxista revelar con un simple gesto algo sobre la crisis desencadenada en Brasil, en la que se acumulan problemas económicos y políticos, mientras crece el río de lodo de la corrupción?

No sé lo que el taxista que me llevó el sábado pasado en São Paulo desde un hotel a un restaurante —junto con tres compañeros míos del periódico— piensa sobre la crisis política que tiene al país en estado de alerta.

Mi taxista —así lo voy a llamar porque ignoro su nombre— no habló una sola palabra durante los casi 40 minutos del trayecto. Y, sin embargo, ha acabado, con un gesto que he querido contar aquí, por revelar más sobre las causas profundas de la corrupción que avergüenza al país y a las personas de bien que decenas de debates.

Del restaurante yo iba a regresar directamente a Río, por lo que me llevé la maleta en el taxi. En medio del almuerzo, uno de mis compañeros me dijo: "¿Juan, está ahí contigo tu maleta?". No estaba. La había olvidado en el taxi. La di por perdida. ¿Cómo encontrar a un taxista anónimo en medio a los 33.000 que circulan por la ciudad de São Paulo?

Hicimos una tentativa al llamar al hotel por si acaso hubiese ocurrido el milagro de que el taxista la hubiese devuelto. Nada. Ya buscando otro taxi para ir al aeropuerto, mi compañero volvió a llamar, aunque sin esperanzas, al hotel. Sorpresa. El taxista había vuelto y la había dejado allí sin dar su nombre ni dejar un teléfono.

Eran 40 minutos de viaje, casi 50 reales de trayecto. Tiempo y dinero que el taxista gastó para volver al hotel y dejar mi maleta.

¿Por qué consideré aquel gesto de mi taxista como una revelación relacionada con el momento que vive Brasil, enfangado de corrupción por aquellos que tendrían la obligación de dar ejemplo de dignidad y respeto a los 200 millones de brasileños?

Él tenía una respuesta empezando por su pequeño mundo, al seguir a su conciencia y no a los halagos del enriquecimiento fácil

Antes de escribir esta columna había asistido al programa Globo News Panel, de William Vaack, con dos analistas políticos y una socióloga. Fue un debate serio, profundo, sobre la crisis política, económica y moral que agarrota al país. William les hizo a los tres expertos una pregunta clave final: "¿Cómo sale Brasil de esta crisis de credibilidad que podría conducir a una crisis institucional aún más grave?

En aquel momento pensé en lo que habría respondido mi taxista. En realidad también él tenía una respuesta, quizás la más eficaz: la que puso en práctica, empezando por su pequeño mundo, al seguir a su conciencia y no a los halagos del enriquecimiento fácil, del saqueo al dinero público, devolviendo mi maleta. Más aún, de haber perdido tiempo y dinero para no sentirse manchado de culpa y poder dormir aquella noche sin remordimientos.

Uno de los directores de Petrobrás, reo confeso de haber robado cientos de millones, a la pregunta en la CPI del Congreso de por qué no tuvo la fuerza de detenerse cuando inició aquel saqueo de dinero público, respondió: "Cuando se empieza a resbalar por el delito, es difícil detenerse".

No sé si mi taxista tiene hijos. No sé si cada noche cuando vuelve cansado de su trabajo como millones de trabajadores en todo el país sin siquiera conseguir vivir con desahogo cuenta a sus hijos las peripecias del día rodando por la ciudad y escuchando cientos de conversaciones.

No sé si le contó la historia de mi maleta que él pudo haber llevado como regalo a su casa aquella noche. Si lo hizo, es posible que los hijos le preguntaran por qué quiso devolverla. Y en ese caso, estoy seguro de que esos hijos difícilmente olvidarán, cuando entren en el peligroso río de la vida, el gesto de dignidad de su padre.

Yo aún no he olvidado cuando nuestro padre nos decía hace más de 50 años a mis dos hermanos y a mí: "Se duerme y se muere más tranquilo si consigues no ensuciar tu conciencia". Murió muy joven. Era un profesor rural, un simple trabajador, como mi taxista. La dictadura militar franquista lo castigó varios meses sin sueldo porque su alumnos de primaria, cuando llegaban a la secundaria "hacían demasiadas preguntas". En las dictaduras se obedece, no se pregunta.

Quise dejar una propina en el hotel para mi taxista. Me dijeron que era imposible localizarlo. Por ello he querido agradecer su gesto desde esta columna que, seguramente, él nunca leerá.

Quiero agradecerle el haberme revelado, en este momento de crisis y desencanto, que la verdadera salida empieza la propia conducta individual

No le agradezco sólo el haber devuelto mi maleta. Otros taxistas lo hacen hasta con maletas de dinero vivo. Quiero agradecerle el haberme revelado, en este momento de crisis y desencanto, de pérdida de credibilidad en quienes deberían darnos ejemplo de honradez profesional, que la verdadera salida empieza quizás por nuestra propia conducta individual.

Su gesto de hombre simplemente justo y honrado con respeto a su conciencia nos ayuda a recordar que en este país hoy dolorido y justamente abrumado por el peso de la corrupción política, no todo está aún perdido ni contaminado de indignidad. Existen aún no miles, sino millones de taxistas, de albañiles, de profesores, de funcionarios públicos, de pequeños o grandes empresarios, jóvenes y ancianos, de gentes famosas o anónimas capaces de no renunciar a la decencia y a la propia dignidad, que no son ni ladrones ni bandidos. Como mi taxista.

A veces escucho en las crónicas policiales que tal o cual bandido detenido o muerto era "negro o de color". Mi taxista era mulato. Y me dio un magnífico ejemplo de civismo que no olvidaré.

Si en la historia bíblica las corruptas ciudades de Sodoma y Gomorra fueron aniquiladas porque Dios no encontró en ellas ni siete hombres justos, seguro que, a pesar de tanta corrupción, existen en Brasil no siete, sino millones de brasileños con las manos y la conciencia aún limpias. Ellos acabarán devolviendo incluso internacionalmente el respeto que este gran país merece. Y lo harán con sus protestas, con su rechazo de una clase política que parece haberse hecho indigna de ser guía del país. Y con gestos de honradez personal como la de mi taxista mulato de São Paulo.

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