‘House of Cards’ a la mexicana
Los esfuerzos de Peña Nieto para hacer frente a la corrupción son tibios y desangelados
La gente respeta el poder, no la honestidad, afirma Kevin Spacey, en su papel de presidente de Estados Unidos en House of Cards, la aclamada serie de televisión de Netflix. El ocupante de la Casa Blanca, Frank Underwood, podrá ser de ficción, pero no su lema. Es el mantra con el cual viven y mueren los mandatarios de buena parte de la sociedades, incluyendo las democracias.
El Vladimir Putin de la serie de televisión, llamado Petrov, lo dice de manera mucho más cruda: el poder lo es todo; las leyes no son para dar garantías a los ciudadanos sino para asegurar la fuerza del soberano. El propio Putin encarna el mejor argumento de que los hombres y mujeres de a pie prefieren un líder poderoso antes que honesto. El mandatario ruso posee los niveles más altos de aprobación en el mundo de parte de sus ciudadanos (ronda el 85%) y desde luego nadie puede acusarlo de honestidad ni distinguirlo por su talante democrático. Los ciudadanos rusos podrán quejarse de la falta de medios de comunicación críticos, pero la mayoría parece dispuesto a sacrificarlos a cambio de una Rusia fuerte, una economía pujante y la sensación de seguridad en las calles y en sus casas (no es la oportunidad para analizar las verdaderas razones del éxito de Putin, derivado entre otras cosas de la enorme derrama económica que representan las vastas reservas de gas).
Sólo 37% de los mexicanos cree que la democracia es preferible a un Gobierno autoritario
El rijoso y populista Rafael Correa en Ecuador es más apreciado por su pueblo que Michelle Bachelet en Chile o Dilma Rousseff en Brasil. Barack Obama apenas supera la cota de 40%, ligeramente superior a lo que inspira su colega mexicano, Enrique Peña Nieto. Se dirá que las encuestas de popularidad son una herramienta muy poco fiable para evaluar la calidad de una administración y su habilidad para conseguir el bienestar de una comunidad. De acuerdo, pero es, junto a los resultados electorales y la expresión de la opinión pública en los foros y en las calles, los termómetros que tenemos para conocer la relación entre gobernante y gobernados.
La afirmación de Frank Underwood de que los pueblos prefieren presidentes fuertes que presidentes honrados es dura, pero parecería coincidir con los resultados del Latinobarómetro destinado a conocer las actitudes de los ciudadanos frente a la democracia. En el último reporte, de 2013, sólo 37% de los mexicanos cree que la democracia es preferible a un Gobierno autoritario. Peor aún, un 16% expresa que preferiría un Gobierno autoritario (al resto le da lo mismo o prefiere no contestar).
Me da la impresión de que en Los Pinos han estado viendo la serie House of Cards o, que en todo caso, han llegado a la misma conclusión. Los esfuerzos del Gobierno de Peña Nieto para mostrar una voluntad de cambio frente a la corrupción y en respuesta a los escándalos de los últimos meses son tibios y desangelados. Sus diez anodinos puntos para combatir a la corrupción o la designación de un amigo y subordinado en el ministerio que investiga la limpieza de su Gobierno revelan la escasa importancia que el tema les merece. Más aún, llama la atención que ni siquiera hay la intención de proyectar la imagen de un Gobierno verdaderamente preocupado por la honestidad. Son actos protocolarios que el fondo no intentan convencer a nadie.
Putin encarna la prueba de que las personas de a pie prefieren un líder poderoso antes que honesto
En cambio, resultan evidente los esfuerzos que se realizan para otorgar a la presidencia mayor poder. El Ejecutivo está inmerso en un cruzada para recuperar protagonismo frente a otros actores políticos. Con la ayuda del Partido Verde se busca el mayoriteo en el Congreso para convertirlo en extensión de la voluntad presidencial; hace tiempo que dejó de preocuparles cubrir las formas frente a las minorías parlamentarias. La propuesta de Peña Nieto para la Suprema Corte de su embajador en Estados Unidos y exprocurador Eduardo Medina Mora revela que en su ánimo la llamada autonomía del poder judicial no es un objetivo democrático sino un estorbo. La forma en que se ha intentado desmantelar de ciudadanos el control del Instituto Nacional Electoral a través del bloque priista de consejeros muestra el deseo de poner fin a los residuos de la llamada primavera democrática que trajo la alternancia. Los esfuerzos por poner fin a las tibios progresos que se habían logrado en materia de transparencia dan cuenta de este empeño de otorgar a la institución presidencial mayor poder político y más margen de maniobra.
Es lamentable, aunque entendible, que a los gobernantes les incomoden las prácticas democráticas; más alarmante aún es que los ciudadanos comiencen a comprarse los argumentos de Frank Underwood. Con House of Cards podemos apagar la televisión y punto. Con la realidad nunca.
@jorgezepedap
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