El culpable perfecto
La actuación del excapitán del 'Costa Concordia' se ha regido siempre por un misterioso guion
La noche del naufragio, mientras aquella mole de 17 pisos y 114.500 toneladas se hundía a cámara lenta y muchos de sus 4.200 pasajeros trataban todavía de ponerse a salvo, Franca Caverio, una vecina de la isla del Giglio que se había vestido a toda prisa para socorrer a los náufragos del Costa Concordia, se encontró de frente con el capitán Francesco Schettino y, señalándole la nave como si él no la hubiera visto, dictó una condena en forma de pregunta:
—¿Pero usted no tendría que estar allí arriba?
Aquel juicio rápido de la señora Caverio fue refrendado este jueves por cuatro jueces del tribunal de Grosetto que, ni queriendo, hubiesen podido absolver al capitán. Porque, desde aquella noche del 13 de enero de 2012 en que provocó el accidente al acercar de forma imprudente la nave a la costa, la actuación de Schettino se ha regido siempre por un misterioso guión: nunca estuvo donde tenía que haber estado ni sus palabras se correspondieron jamás con la verdad. A través de la huida y la mentira, el curtido capitán, nacido en Nápoles hace 54 años, intentó borrar a la desesperada un error que costó la vida a 32 personas, la pérdida del más grande crucero italiano y el bochorno a un país que, en el momento de los hechos, trataba de demostrar ante Europa y ante sí mismo que era capaz de recuperarse de la ruina económica y moral provocada por Silvio Berlusconi, antiguo cantante de cruceros. Tal vez fue el fiscal Stefano Pizza quien, al pedir 26 años de prisión para Schettino, resumió al personaje con más severidad: “Ha sumado la figura del incauto optimista y la de hábil idiota para dar como resultado la del incauto idiota. ¡Que Dios tenga piedad de Schettino, porque nosotros no podemos tener ninguna!”.
El tribunal, menos beligerante que el fiscal Pizza, decidió que con 16 años de condena –10 años por homicidio imprudente, cinco por naufragio y uno por abandono de menores y discapacitados— y el pago de abultadas indemnizaciones era suficiente, si bien decidió evitarle la prisión hasta que –no antes de tres o cuatro años— se produzca la resolución del Supremo. El principal problema de Schettino fue que su acreditada capacidad para el escapismo y el embuste se unió a una portentosa habilidad para dejar huellas. Para su desgracia, todo lo que hizo aquella noche de invierno fue visto, fotografiado o grabado, como si en vez de un naufragio real se tratase de un rodaje.
Schettino fue visto por el pasajero Angelo Fabri, que le tomó una foto, a las 21.05 del viernes 13 de enero cuando, de uniforme y en compañía de una mujer joven y rubia, cenaba en el restaurante más exclusivo del buque: “Había una botella de vino tinto sobre la mesa y, a cada poco, servía a la muchacha y se servía él”. La joven –como toda Italia, incluida la familia del capitán, sabrían enseguida-- se llamaba Domnica Cemortan, tenía 25 años, moldava de nacimiento y pasaporte rumano, y era una antigua bailarina del crucero, pero ahora no figuraba ni entre la lista de pasajeros ni en la de tripulantes. Cuando las autoridades quisieron saber por qué, Domnica respondió: “Las amantes no pagan pasaje”. El pasajero Fabri también vio que a las 21.30, y tal vez ya un poco piripi, Schettino y su joven compañera subieron al puente de mando. Iban acompañados del maitre, porque como ya toda la isla del Giglio sabía a través de Facebook, el Costa Concordia se iba a acercar a la costa –en una maniobra turística conocida como el saludo—para agasajar a Antonello, un vecino que además era el jefe de camareros. Pero lo que hubiese sido una fanfarronada más en el currículo de Schettino se convirtió en una tragedia al colisionar con un escollo y abrirse una vía de agua casi en la aleta de babor. Las inocentes fotos del pasajero Fabri y el mensaje de Facebook se convirtieron en las primeras pruebas de cargo. Pero no serían los únicas. Ni las peores para los intereses de Schettino.
Hasta ese momento, Schettino era un capitán que había tomado una decisión imprudente. Incluso se le podía sumar el hecho, también grave, de que, en vez de avisar inmediatamente a las autoridades, retrasara casi una hora las labores de salvamento porque, durante todo ese tiempo, estuvo hablando por teléfono con los armadores del buque para tratar de evitar lo inevitable. Pero donde el marino napolitano perdió toda posibilidad de justificación fue cuando, en contra de las más viejas reglas de la marinería, decidió abandonar el barco antes de que todos los pasajeros se pusieran a salvo. El escritor y navegante Arturo Pérez-Reverte escribió poco después del naufragio: “Lo que sitúa a cualquier capitán lejos de cualquier simpatía posible es su incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias del error o la mala suerte. Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con dignidad es vileza. Si un capitán está para algo, es sobre todo para cuando las cosas van mal a bordo. Ahí un marino es, o no es. Y Francesco Schettino demostró que no lo era. Escapar a su deber y su conciencia fue una cobardía inexcusable, que en tiempos menos políticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo habría llevado a la soga de una horca”.
De sustitutivo a la horca funcionó el escarnio público. Porque, apenas tres días después del naufragio, los italianos pudieron escuchar abochornados el diálogo entre el ya famoso capitán Schettino —ya a salvo, sobre una chalupa, mientras iban apareciendo cadáveres junto al crucero— y el comandante Gregorio de Falco, que desde la Capitanía de Livorno trataba de convencerlo de que regresara al buque. Aquel “¡Schettino, suba al barco, coño!”, se convirtió en la peor pesadilla para un capitán que, también el día de la sentencia, se parapetó tras una supuesta gripe para huir de nuevo. Durante casi tres años, los restos del Costa Concordia han permanecido recostados sobre la isla del Giglio. Desde la orilla, Jep Gambardella con su traje blanco aparece en una escena de La gran belleza observando, en silencio, la metáfora de un país —tal vez de un continente— varado por la incompetencia de sus gobernantes.
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