Marcar un gol en el infierno
El horror de Mauthausen se detenía una vez por semana, los domingos, para jugar al fútbol Los alemanes se aburrían y pidieron a un español que organizase una liga
Cada día decenas de hombres morían en la cantera del campo de concentración. Por la imposibilidad de compatibilizar piedras de 50 kilos con el hambre y el frío que los devoraba. Porque a veces las patadas de los SS para meterles prisa les hacían rodar 186 escalones y ya no podían volver a levantarse. Los presos se acostumbraron a que la nieve se volviera roja de sangre; al trasiego de carretillas llenas de cadáveres, al olor del crematorio donde arrojaban los cuerpos de los que ya no servían para trabajar. Pero el horror se detenía durante 90 minutos una vez por semana. Cada domingo un grupo de españoles capitaneado por un burgalés llamado Saturnino Navazo jugaba un partido de fútbol en el infierno de Mauthausen.
Aquellos encuentros entre presos de distintas nacionalidades pasaron casi desapercibidos en el relato de la barbarie nazi. Un libro y un documental los recuperan ahora. El primero se titula Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B), de Carlos Hernández. El segundo, Rebeldes del fútbol, de los franceses Gilles Perez y Gilles Rof, cuenta con la participación del futbolista Eric Cantona, cuya madre es hija de exiliados españoles.
“Jugaban con rabia”, recuerda a EL PAÍS Siegfried Meir, el espectador más joven de aquellos partidos —tenía 11 años cuando llegó a Mauthausen procedente de Auschwitz, donde habían muerto sus padres—. “El fútbol les salvó la vida”, asegura. “Los alemanes también eran humanos y se aburrían. Para disfrutar de aquel entretenimiento, para que jugaran mejor, sacaron a los españoles de la cantera y los mandaron a la cocina a pelar patatas, que no solo pelaban, sino que también robaban y repartían”.
El fútbol les permitió llenar el estómago y mucho más. Aquella breve distracción les devolvía los domingos todo lo que perdían de lunes a sábado. Recuperaban el orgullo —porque durante esos 90 minutos no obedecían órdenes; eran ellos los que decidían todos sus movimientos—; el nombre —porque mientras duraba el encuentro dejaban de ser ese número con el que se les identificaba en el campo— y las ganas de vivir —porque ese era el efecto que provocaba quitarse el sucio pijama de Mauthausen para calzarse unas botas de fútbol y ponerse una camiseta y un pantalón limpios para jugar—.
El deporte les salvó la vida. Les permitió comer más y salir de la contera donde muchos morían
“Se formó una pequeña liga y jugaban contra polacos, austriacos...”, recuerda Meir, de 81 años. “Casi siempre ganaban los españoles”. Varios habían sido jugadores profesionales, como Navazo, que había dejado el fútbol para luchar con el bando republicano al estallar la Guerra Civil.
Meir salió de Mauthausen cogido de su mano. El burgalés le trató como un hijo y al salir del infierno le enseñó a olvidar todo lo que había aprendido en él. Por ejemplo, que no hacía falta que escondiera azúcar bajo la almohada o que robara leche en las tiendas porque en su casa siempre tendría comida suficiente. “A él el fútbol le salvó la vida y a mi Navazo me la dio. Si no se hubiera quedado conmigo, habría acabado en la cárcel”.
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