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Columna
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La violencia más peligrosa

Lo más grave de la violencia es que nos acostumbremos a convivir con ella como si se tratara de una triste fatalidad

Juan Arias

Ya no es un secreto para nadie que Brasil es hoy uno de los países más violentos del mundo. Los medios de comunicación se encargan de dar las cifras que crece cada día. Los asesinatos ya superan los 53.000 anuales, la mayoría de jóvenes negros o de color y poco escolarizados. ¿Por eso llama menos la atención?

Hay sin embargo una violencia aún peor: la que nos acostumbremos a convivir con ella como una fatalidad.

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Los ciudadanos advierten la violencia en su piel, en su cotidiano. En Río, en ocho días, las balas perdidas han causado siete muertes, principalmente niños. En la mítica playa de Copacabana las autoridades han tenido que levantar torres de observación para vigilar el surgir de los arrastões, bandos de jóvenes que llegan asaltando a los bañistas.

En los autobuses que llevan a la gente de los suburbios a las playas nobles de Río, la policía está actuando de sorpresa para detener a sospechosos que podrían ir a ellas para asaltar a los viajeros. Los más vigilados siguen siendo los más pobres, identificados como violentos potenciales.

La gente bien de la noble zona sur de las playas cariocas han llegado a pensar en aislar dichas playas, obligando a pagar para poder disfrutarlas, en un intento de alejar de ellas a las clases más bajas.

Y no solo en Río. Hoy hasta en balnearios hasta ayer tranquilos en el nordeste del país, en playas paradisíacas y aisladas, está llegando la violencia. Como en Buzios, meca del turismo internacional, donde aumentan los asaltos a personas y domicilios y donde la policía ahora vigila playas donde hasta ahora parecía imposible pensar en ser asaltados.

La violencia es contagiosa y uno puede recibir dos tiros mortales de un policía como fruto de una simple discusión en la calle.

Si la violencia física (sobre todo en las grandes urbes) sigue creciendo, existe sin embargo una violencia más peligrosa, que es la de llegar a considerarla como parte de la vida de los ciudadanos, casi sin asombro, hasta con resignación. “Solo espero que no me toque a mí", decía una señora de la clase bien de São Paulo. Es como una lotería al revés. Jugamos cada día a que no nos toque.

Ningún regalo mejor para los que gobiernan el país que esa especie de vacuna contra la indignación ante tanta violencia gratuita.

Conversaba sobre el tema con un guardacoches de la pequeña localidad playera de Saquarema, en la región de los Lagos (Río de Janeiro) y me decía: “Es que somos así. Para olvidarnos no solo de la violencia, sino también de tanta corrupción política, nos refugiamos en nuestras cervezas y churrascos”. El muchacho sabía, sin embargo, que en otros países como Argentina la gente sabe protestar más. “Aquí no estamos acostumbrados”, subrayó.

Y es ese acostumbrarse con la violencia cotidiana, que empieza a no ser casi noticia ni en los medios de comunicación, lo más grave del fenómeno. Es eso lo que al final lleva a los responsables por la defensa de la vida de los ciudadanos a ver también a la violencia como algo normal o difícil de solucionar. Son ellos, sin embargo, los que deberían estar en primera línea para garantizar a los ciudadanos el poder llevar su vida normal sin tener que salir a la calle obsesionados por lo que pueda pasarles.

El ser humano es un animal de costumbres. Se adapta a todo en un esfuerzo para sobrevivir. Y sin embargo, hay momentos en la vida y en la historia de un país donde justamente el modo para poder sobrevivir sin ser amenazado por la espada de Damocles de la violencia, que se desparrama como una lepra, es sacudirse, reaccionar para no acostumbrarse a ella.

Cada vez que los periódicos van disminuyendo el espacio dado a la violencia que atenaza a los brasileños, considerándola como algo que ya no es noticia, esta está más cerca de nuestra puerta.

A los que estudian periodismo se les enseña que no es noticia que un perro muerda a un hombre. Noticia sería que una persona mordiera a un animal. Así, podría llegar el día en que ni la mayor de las violencias sea considerada noticia. La noticia sería, al revés, cuando se pudiera escribir: “Hoy nadie ha sido asesinado, ni violado, ni asaltado, ni secuestrado, ni herido en Brasil”.

A mí, que amo este país como el mío, me gustaría como periodista poder dar esa noticia, aunque fuera una sola vez.

Sé que es pedir lo imposible. Sufrimos 146 asesinatos diarios. Lo que no debería ser imposible es que todo ese dinero que corre por los desagües de la corrupción política sea usado para proteger a quienes no pueden ir a trabajar con escolta o coches blindados. Donde, como ocurre cuando la vida discurre sin privilegios, “se sale de casa sin saber si volveremos vivos”, como decía un líder comunitario de una favela de Río todavía sin pacificar. A eso nadie debería poder acostumbrarse, so pena de convertir la violencia en un objeto más, casi indispensable, que debemos arrastrar como una triste fatalidad en la mochila ya pesada de nuestro día a día.

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