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La voz inagotable de los supervivientes de Auschwitz

Primo Levi, Elie Wiesel, Imre Kertész y Odette Elina escribieron obras maestras

Guillermo Altares
Campo nazi de Auschwitz-Birkenau en Oswiecim, Polonia.
Campo nazi de Auschwitz-Birkenau en Oswiecim, Polonia.JOEL SAGET (AFP)

En el 60 aniversario de la liberación de Auschwitz estuvieron presentes 1.500 supervivientes. Este año, una década después, se esperan 300. Los historiadores calculan que del millón trescientas mil personas deportadas, sobrevivieron en torno a 200.000. Setenta años después de la entrada de las tropas soviéticas en el campo de exterminio nazi, la era de los que estuvieron allí llega a su fin, los testigos, tanto las víctimas como los verdugos, se extinguen lentamente. Ya hace diez años, cuando publicó su monumental investigación sobre el campo, el historiador británico Laurence Rees se sentía apremiado por esa próxima ausencia inevitable. “En poco tiempo, el último superviviente y el último criminal se reunirán con quienes fueron asesinados en el campo”, escribe en Auschwitz (Crítica), un libro y un documental de la BBC. “Entonces no quedará nadie en esta tierra que haya conocido directamente lo ocurrido en ese lugar. Y existe el peligro de que, cuando esto suceda, la historia se funda con el pasado distante y se convierta apenas en un acontecimiento terrible entre muchos más”.

Existen cientos de testimonios grabados, miles de libros, museos de un rigor apabullante o fotos espeluznantes en su naturalidad —como la serie que se conserva de judíos húngaros seleccionados para las cámaras de gas que esperan charlando, sentados en un prado, la terrible suerte a la que son ajenos—. Y, claro, está el propio campo de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, patrimonio de la Humanidad de la Unesco, que se prepara para una gran transformación precisamente por la desaparición de los testigos. Los responsables de la gestión del antiguo campo nazi se enfrentan a su compleja restauración y a la adaptación del museo para generaciones que no vivieron la II Guerra Mundial. También, y no es asunto baladí, para una Europa que en algún momento pensó que se había librado de la sombra del fascismo y del antisemitismo cuando la realidad está demostrando exactamente lo contrario.

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Sin embargo, Auschwitz, la Shoah, ofrece una forma de memoria única, imborrable, que retrasa en cierta medida, tal vez para siempre, la desaparición de los testigos: un puñado de obras literarias imborrables, testimonios vivos del horror, que logran contar lo que no se puede contar. Los libros de los que estuvieron ahí, algunos fallecidos, otros todavía vivos, Primo Levi (1919-1987) con su trilogía sobre Auschwitz, que arranca con Si esto es un hombre (Península); Elie Wiesel (1928) con La noche, el alba, el día (El Aleph), Imre Kertész (1929) con Sin destino o Kaddish por el hijo no nacido (Acantilado) y Odette Elina (1910-1991) —menos conocida aunque no menos importante que los anteriores, porque sólo escribió un libro, Sin flores ni coronas (Periférica)— representan cumbres de la literatura universal y, a la vez, testimonios imprescindibles de “la noche más negra de la humanidad, cuando millones de personas sufrían y morían bajo el terror nazi”, como escribió William Styron, autor de una notable novela sobre el campo, La decisión de Sophie.

Sin embargo, por muchos millones de ejemplares que haya vendido El niño del pijama a rayas (que muestra el inagotable interés del lector por el Holocausto), la ficción no puede ser el vehículo para entrar en la memoria del campo. A la lista anterior habría que añadir El diario de Ana Frank, la niña holandesa fallecida en Bergen Belsen tras pasar por Auschwitz cuyas memorias son uno de los pocos libros sobre los que se puede decir que son universales; Maus (Mondadori), el cómic de Art Spiegelman que relata la historia de su padre y que es una imborrable reflexión sobre los supervivientes del Holocausto; las memorias del psiquiatra Viktor Frankl El hombre en busca de sentidoShoah, el documental de Claude Lanzmann, que relata el conjunto de los campos de la muerte.

“Que este testimonio pueda despertar en ellos el horror del nazismo, pero también la esperanza en el porvenir del hombre”, escribe Odette Elina, judía francesa, deportada también como resistente, que logra capturar lo indecible en menos de 100 páginas. Sin embargo, su libro, como los de Primo Levi, Kertész (premio Nobel de Literatura) o Wiesel (premio Nobel de la Paz), tiene un fondo profundo de desesperanza porque gira en torno al gran tema que plantea la Shoah: la superviviencia y la deshumanización, la destrucción de los seres humanos bajo el terror máximo del exterminio.

“El odio entre los detenidos, aquel odio surgido de la lucha por la vida”, asegura Elina. “Las bestias quieren arrebatarnos lo que nos resta de dignidad, quieren dejar en nosotros sólo los instintos animales”, prosigue. Wiesel relata cómo, cuando trataba de salvar a su padre muy enfermo, el jefe del barracón le dice: “Escúchame bien pequeño. No olvides que estás en un campo de concentración. Aquí cada uno debe luchar por sí mismo y no pensar en los demás. Ni siquiera en su padre. Aquí no hay padre que valga, ni hermano, ni amigo. Cada uno vive y muere para sí, solo. Te ofrezco un consejo: no des más tu ración de pan y sopa a tu viejo padre. No puedes hacer nada por él. Y te matas a ti mismo. Al contrario, deberías recibir su ración”. Primo Levi lo expresa así: “Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan, está, aunque sin culpa suya, más lejos del hombre pensante que el sádico más atroz”.

Son sólo pequeños fragmentos de obras literarias inmensas y a la vez testimonios documentales inagotables que nunca terminaremos de leer porque nunca terminaremos de entender. Como dijo Elie Wiesel en una entrevista con este diario: “Hay en la humanidad fuerzas tenebrosas, destructoras; dado que esas fuerzas están vivas y actúan, es ahí donde el desafío se presenta al hombre. Pero no basta con la vigilancia. El acontecimiento es ontológico, trascendente. No podemos decir que hay sólo una lección. Hay mil lecciones y no hay ninguna. Todavía no hemos conseguido abordar este tema. Se queda fuera de todo entendimiento, de toda percepción. Podemos comunicar algunos retazos, algunos fragmentos; pero no la experiencia. Lo que hemos vivido nadie lo conocerá, nadie lo comprenderá”.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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