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Columna
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Guerra

No me termino de encontrar cómodo con la decisión de Hollande de formular la lucha contra el terrorismo yihadista como una guerra

Llámenme tibio, pejiguero o, peor aún, una combinación de las dos cosas, pero no me termino de encontrar cómodo con la decisión del Gobierno francés de, como reacción más inmediata al atentado contra Charlie Hebdo, seguido de un atentado antisemita que parece haber quedado desdibujado, formular la lucha contra el terrorismo yihadista como una guerra. Tampoco es que sea pacifista: apoyé (confieso) la intervención militar en Libia contra Gadafi, en la que Francia tuvo un papel primordial, y me quedé bastante solo defendiendo que el empleo de armas químicas por parte de El Asad merecía, como mínimo, un par de días de bombardeos y una zona de exclusión área. Diré que las intervenciones, también lideradas por Francia, en Malí y la República Centroafricana me han parecido, en lo esencial, correctas y proporcionales. Como también me lo ha parecido la participación de sus fuerzas aéreas en el bombardeo de las posiciones de las tropas del Daesh en Irak, a las que hubiera deseado que se sumaran más fuerzas armadas europeas, entre ellas las españolas.

Quizá todo eso significa que en el fondo ya estábamos en guerra y que el Gobierno francés solamente ha verbalizado una realidad preexistente. Pero aún con todo ese bagaje intervencionista, que alguien denostaría como propio de un peligroso y errado “intervencionista liberal”, me chirría lo que subyace a la imagen de Hollande despidiendo las tropas a bordo del portaaviones Charles de Gaulle o la decisión de revisar su presupuesto de defensa. Puede que el empleo del término guerra tenga un origen emocional y refleje una decisión tomada demasiado rápidamente ante un más que comprensible estado de shock colectivo. Pero puede que sea una decisión demasiado calculada, donde predominen más elementos de cálculo políticos y electorales que un frío análisis estratégico sobre cómo mejor luchar contra el terrorismo. Quizá esté demasiado condicionado por la experiencia de Estados Unidos, que tras el 11-S enmarcó su respuesta a los atentados bajo ese mismo prisma, con consecuencias que en lo esencial fueron negativas, tanto desde el punto de vista de la eficacia de esa lucha como por el impacto negativo que tuvo sobre los derechos y libertades que entonces se quisieron preservar.

No se trata, entiéndase, de un resquemor de origen moral; la guerra es un mal menor pero aceptable en casos de legítima defensa. Si lo quisiera, Francia obtendría el amparo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, la activación del artículo 5 del Tratado de Alianza Atlántica o la cláusula de solidaridad prevista en el Tratado de Lisboa. Pero no, en mi caso se trata más de un cinismo más bien primario: si la guerra, según la definición clásica de Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios, antes de empezar una guerra sería bueno saber cuál es la política. Porque de lo contrario, como estamos viendo estos días, en ausencia de un análisis a fondo sobre objetivos, instrumentos y estrategias, lo que termina abriéndose es un espacio donde de forma bastante arbitraria se mezclan discusiones sobre recortes de derechos y libertades, argumentos identitarios sobre la integración o la inmigración y controversias sobre quiénes son o deberían ser nuestros aliados en esta lucha. Dado que si vamos a la guerra no va a ser una guerra fría, convendría saber antes de empezarla cómo vamos a luchar, con quién lo vamos a hacer y con qué objetivos últimos.

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