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Tribuna
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La tortura y Hollywood

El cine retrató la tortura, y lo hizo antes que el Senado

El reciente informe del Senado de Estados Unidos documenta que después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, la CIA usó técnicas de interrogación “avanzadas” (enhanced). Las técnicas en cuestión son explicadas en el informe, son violentas e ilegales. Interrogación avanzada es un eufemismo. Los sospechosos de ser parte de actividades terroristas fueron torturados.

La comisión que elaboró el informe enfatiza que el método es ilegal e inmoral. Algunos miembros del Senado lo caracterizaron como “una mancha” en la definición normativa de la nación; una nación que se ve a sí misma como la propia representación de la justicia. Otros expresaron ese sentimiento con visible angustia y desconcierto, por ejemplo el Senador John McCain, exprisionero de guerra y él mismo víctima de torturas. Muchos, incluido McCain, destacaron además la inutilidad del método, ya que las victimas a menudo inventan información simplemente para interrumpir el sufrimiento.

El tema no terminará con el informe del Senado, tal vez recién comience. Sorprende la sorpresa, sin embargo. Debe reconocerse que el contenido del mismo, aunque documentado en detalle, tiene algo de redundante. Revela lo que ya se conocía, que la tortura fue práctica habitual en la guerra contra el terrorismo. No solo se sabía por los medios de difusión y por las palabras de los propios funcionarios del gobierno de Bush. También Hollywood retrató esa misma tortura en Zero Dark Thirty y lo hizo aun antes que las instituciones oficiales como el Senado. Ello no es trivial, en tanto Hollywood es siempre el gran testigo y gran archivo de la sociedad americana.

En la película, no obstante, el método no es inútil. Al menos allí, la información obtenida por medio de la tortura permite a los comandos de elite llegar a Osama bin Laden. Dick Cheney, exvicepresidente y parte integral del programa en cuestión, estaría de acuerdo. De hecho, ya estuvo en varios medios defendiendo la validez de la interrogación avanzada una vez más, precisamente por proporcionar valiosa inteligencia sobre el terrorismo.

Negó Cheney, sin embargo, que esas técnicas—el uso de agua para provocar sofocamiento, el forzamiento a pasar largas horas en posición de cuclillas y la privación prolongada del sueño, entre otras—constituyeran torturas. Como cuando era vicepresidente, continúa sin aclarar qué tipo de acciones sí calificarían como tales. Curiosamente, esas mismas técnicas usadas por la Gestapo fueron invocadas para justificar la necesidad de los juicios de Nuremberg. La contradicción no es fácil de digerir. “Somos mejores que los que buscan destruirnos”, había asegurado McCain en el Senado.

La sorpresa tal vez origine en que el informe contradice una parte importante de los mitos y narrativas que organizan la vida en sociedad en Estados Unidos; narrativas que, como en todas las sociedades, recrean el imaginario colectivo para forjar una identidad. En el crisol de razas no hay racismo, a pesar de Jim Crow en el pasado y Ferguson en el presente. En la tierra de las oportunidades no hay desigualdad, a pesar de la profunda pobreza en el sur y de un Gini que crece consistentemente desde mediados de los setenta, más de una generación atrás. En la nación de las leyes el abuso no tiene cabida, a pesar de la tortura en el exterior y la brutalidad policial en casa

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Los mitos son atajos que las sociedades se inventan para no confrontar la realidad. Hollywood no es trivial en Estados Unidos porque, además de proveer frivolidad y entretenimiento, a menudo le pone un espejo en la cara a una sociedad que se resiste a estudiar su propia historia, pero que es capaz de mirarla en la pantalla con inigualable devoción. Por eso es testigo y archivo, sea sobre la esclavitud, la Gran Depresión, Vietnam, Watergate…o la tortura. El testigo obliga a la introspección. El archivo documenta esa historia. Los críticos escriben la reseña, la sociedad debate, el relato se desmitifica.

Pero será fugaz. Si la única ocasión para la introspección y la crítica social es una película, esa saludable práctica durará tanto como la película se mantenga en cartel. Pasado ese momento, mitad taquilla y mitad consternación, volverán los burócratas a normalizar lo inadmisible, a institucionalizar el espanto. Y además les darán un micrófono—como a Cheney—para que con él anestesien a todo aquel aún capaz de horrorizarse.

Es la banalidad del mal, nos enseñó Hannah Arendt. Es la perversidad reducida a un simple acto administrativo, un trámite gris y rutinario, anónimo. Una vez cumplido, la vida seguirá normalmente y el show…el show siempre debe continuar.

Twitter @hectorschamis

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