Dilma Rousseff: ¿Sabia o traidora?
La presidenta ha sorprendido a propios y extraños con su decisión de colocar a un discípulo de la Escuela de Chicago al frente de la economía brasileña
Los gobiernos pasan, los partidos desaparecen, los líderes se mueren, pero los países permanecen. Llevaba, por ello, razón la pancarta en una de las últimas manifestaciones callejeras de protesta de São Paulo, que rezaba: “Ante todo, Brasil”.
Los huérfanos de la Dilma Rousseff, candidata que acusaba a sus adversarios, Aécio Neves y Marina Silva, de que pondrían al país en las manos de los banqueros y que hoy la descubren colocando la economía del país en manos del liberal Joaquim Levy, discípulo de la Escuela de Economía de Chicago, están desconsolados.
Ya han empezado los manifiestos contra su decisión de dar un giro neoliberal a la economía que, por cierto, estaba en la Unidad de cuidados intensivos. Pronto la acusarán de haber traicionado a la izquierda y a su partido, el de los Trabajadores (PT).
A los políticos se les debe de dar también el beneficio de la duda cuando tienen el coraje de cambiar el rumbo de la nave
Hasta han levantado la cabeza aquellos que prefieren ver en la maniobra de Rousseff de colocar a un banquero para dirigir la nave económica una maniobra gatopardesca. Así, la mandataria habría nombrado a Levy ministro de Economía para “cristianizarlo”, es decir, para convertirlo al petismo y no para regenerar la nave económica que amenazaba con hundir al país en una grave recesión y con perder la confianza de inversores locales y extranjeros.
Los políticos deben ser siempre criticados y vigilados por los medios de comunicación y por la oposición porque pertenece a su naturaleza la tentación de abusar del poder y de anteponer sus intereses personales o los de su partido al bien de la nación. Igualmente, se les debe dar, sin embargo, un margen de confianza cuando tras reconocer explícita o implícitamente un error en su gestión, tienen el coraje de cambiar el rumbo de la nave.
Dilma Rousseff, con la decisión que acaba de tomar, de colocar el presente y el futuro inmediato económico del país en manos más ortodoxas y neoliberales de lo que le exigía la izquierda de su partido, ha demostrado esta vez haber escuchado aquel grito de la calle: “Antes de nada, Brasil”.
Ya ha habido, dentro de sus huestes y entre los que se sienten huérfanos de la campaña electoral contra la derecha, los que empiezan a acusarla de traición a la causa y de su admisión, por lo menos implícita, de que la política económica de su primer mandato había fracasado.
¿Traición o sabiduría? “Sapientis est mutare consilium” decían los filósofos latinos, es decir, son sabios aquellos que tienen el coraje de cambiar de idea. ¿Es el caso de Rousseff, que habría tenido el sentido común de comprender que, por el bien de Brasil, necesitaba cambiar de ruta para salvar la nave que empezaba a hacer aguas?
A juzgar por la ira que su decisión ha despertado en los que preferían a la presidenta incapaz de cambiar porque, según ellos, existe una sola verdad en política, que nunca debe ser cambiada, ni ante la evidencia de los hechos, so pena de traicionar la causa y la ideología.
¿Y si, al revés, llevaran razón los que albergan aún la esperanza de que también esta maniobra arriesgada pueda ser parte de una operación maquiavélica que pretenda hacer ver que se ha tratado de un viraje en la economía cuando en realidad seguirá siendo ella el capitán de la nave y su nuevo equipo una simple comparsa que ella será capaz de domar con el tiempo?
¿Y por qué no darle mejor en este momento un margen de confianza de que se ha tratado de una decisión, quizás hasta dolorosa para ella, de que como pedía la gran mayoría no solo de los 51 millones de ciudadanos que votaron contra ella sino muchos de los que la prefirieron en las urnas, lo más importante, lo primero, lo indiscutible, es que a la hora de decidir se debe tener en cuenta, que “antes que nada”, y por “encima de todo”, está el futuro de Brasil?
De un Brasil, además, rico, creativo y con ganas de triunfar que puede y se merece más que una economía agonizante, deprimida y asfixiada por los zarpazos de la corrupción. Una economía que a la postre devolvería a los pobres a su antiguo infierno de pobreza y marginalidad, como es posible observar en los países carcomidos por un populismo incapaz de crear bienestar ni siquiera para los más pobres.
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