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Cartas de Cuévano
Tribuna
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La Emperatriz desahuciada

Hablo del imperio de las mujeres que hacen hogar con sus brazos y no sólo con los electrodomésticos o muebles de una habitación

Supongo que es verdad ya bien sabida que toda mujer ha de vivir algún momento en que se sabe la mujer más bella del mundo, un ánimo de felicidad pura que no necesariamente depende de la edad ni del paisaje que la rodea. Será en el instante en que se sabe madre o en las ocasiones en que perciba la adrenalina que suscita en quien se le acerque con ganas de robarle un beso o será quizá en el triunfo personal de obtener cualquier título académico laureado o un puesto de trabajo en medio de un mundo que se empecina en privilegiar a los hombres por el solo hecho de serlo. Con todo, supongo que es verdad ya muy sabida que toda mujer ha de ser tratada como una dama desde su infancia como princesa sin diadema que rige los destinos de sus armarios o el cónclave de sus muñecas y, más aún, cuando toda mujer se vuelve emperatriz de su propio espacio y convierte en palacio cualquier pocilga con el esmero de su cuidado, la minuciosa atención a los detalles, el orden de los lápices en toda oficina o el salero de mesa de toda casa. Hablo del imperio de las mujeres que hacen hogar con sus brazos y no sólo con los electrodomésticos o muebles que conforman una habitación y evitaré hablar de las falsas amas que fardan ostentosas casas blancas, en realidad deshabitadas, o distraídas damas públicas que intentan ocultar el hecho de que sus hijos pasen más tiempo con el chofer que con ellas.

Carmen Martínez Ayuso vivía en un piso del barrio de Vallecas en Madrid al que se mudó con su marido hace más de medio siglo, en medio de un diluvio. A pesar de que llovía como suele llorar Madrid, la pareja iniciaba lo que para ellos sería la vida en un piso izado sobre lo que antiguamente era una casa de labor; parece ahora increíble que a tan poca distancia de la Puerta del Sol había no hace mucho estancias con gallinas, huerta, tractor y demás bártulos de campo. Parecía increíble imaginar esa vida el uno sin el otro y quizá por ello, ambos fincaron una familia con todo el tiempo por delante a pesar de los pesares: los horarios inamovibles de las misas, los sacrificios para poner comida en la mesa y el calvario diario con el que la propia Carmen narra que su marido llegaba todos los días extenuado, roto al grado de a veces tener que abrirle ella misma la boca para que tragara un poco de yogur ya prácticamente dormido sin haberse desvestido. También parecerá increíble la soledad del silencio, la callada dignidad ejemplar con la Carmen ha vivido todos los años desde que enviudó, en ese barrio de Vallecas que queda ya tan cerca del corazón de Madrid o del mundo, sin haber aprendido a leer ni escribir, fielmente entregada a la liturgia de su dominio: levantarse todos los días a las seis de la mañana para ejercer su particular papel de Emperatriz, dueña de sus platos y platicas con vecinas, potestad supuestamente intocable sobre cada una de las paredes, sabanas, sillas y horarios de su palacio personal… y así vería crecer a su único hijo y la llegada de los nietos.

Lo más increíble es que nos enteramos por medio de una excelente crónica firmada por Luis Javier González Cuéllar de que doña Carmen Martínez Ayuso, Emperatriz de Vallecas, fue expulsada de su palacio en el número 10 de la calle Sierra de Palomeras, por un desahucio no sólo triste y lamentable, sino a todas luces emblemático. Sin saberlo Ella, su hijo había pedido un préstamo de 40, 000 euros a un usurero particular para reformar la casa materna a la que regresó a vivir luego de un divorcio y también para paliar problemas económicos tras perder su empleo –irónicamente—como vendedor de pisos. Con la acumulación de intereses y el implacable decurso que vuelven inapelables a los contratos aunque sean leoninos, doña Carmen se enteró que sería desahuciada con la primera visita de policías –papeles en mano—que una agrupación de vecinos logró postergar hasta que ya no fue posible: su piso –valorado en 160 000 euros—, para Ella palacio invaluable de toda una vida ha pasado a manos del prestamista; su pensión de 630 euros al mes, para Ella patrimonio invaluable construido a la par de su difunto marido, no le ha alcanzado nunca para dejar de trabajar lavando ajeno o limpiando otras casas y el enredo desalmado donde el prestamista no admitió posibilidad alguna de resolver el desahucio cobrándole un alquiler o el hecho de que Ella se entera del naufragio por sus nietos o acaso por su propio hijo, que le informó apenas dos días antes del primer intento por echarla de casa. Una zarzuela. La vida real, o quizá, una novela que se repite en barrios de España que han pasado del sepia a los rudos colores de la crisis, o de todo el mundo que de pronto parece volver a escenarios en blanco y negro: aquí y allá el blitzde los bancos, inmobiliarias y prestamistas a cobrar hasta el último céntimo de todo interés por encima de cualquier posible renegociación; allá y acá el hartazgo y descontento ante la impunidad, mentiras y descarados abusos de quienes se creen emperadores sin serlo ni en sus habitaciones privadas.

Ahora sabemos que por lo menos durante las primeras noches de lo que le queda ahora como vida, doña Carmen Emperatriz tiene la contención amorosa de sus nietos, el horario de las misas y el abrazo de sus ahora antiguas vecinas. Sabemos también que –ante la publicación de su tragedia en este diario—no pocos ofrecimientos de particulares del Japón, México y todo el mundo han ofrecido tenderle un lazo de salvación y que el club de fútbol Rayo Vallecano ha ofrecido pagarle a Carmen el alquiler de un piso bajo, que supongo debería ubicarse en el mismo barrio donde de tarde en tarde, de vez en cuando, la Emperatriz paseaba del brazo de su esposo y quizá pueda seguir andando al habla con su fantasma.

Hace quince años se publicó La Emperatriz de Lavapiés, una novela honrosamente finalista del Primer Premio Internacional de Novela Alfaguara que narra la loca aventura de un hombre que a los setenta años decide buscar por todo Madrid a su Carmen, la mujer de su vida. Habiendo nacido en la España de repúblicas, el personaje es un hijo de la Guerra Civil, y luego hijo del Exilio por el que se volvió mexicano. En el acumulado delirio de toda su vida ese hombre va sumándole párrafos a su propia novela: habiendo vivido el amor de perfecta etimología y circunstancias con una Carmen en México, alucina que –al perderla de pronto, dejarse de ver sin razón de veras o al esfumársele esa Carmen en medio de la Ciudad de México que cada día parece crecer en distancias—podría ser probable que esa Carmen se encontrara en Madrid y de allí, la andanza quijotesca por buscar a Dulcinea en toda Aldonza posible, sabiendo que hay una sola Carmen, una sola y vera Emperatriz de Lavapiés.

Doña Carmen Martínez Ayuso tiene hoy la edad que tendría el demediado personaje deLa Emperatriz de Lavapiés y quizá la exacta edad de su propia Carmen soñada y ahora me pregunto si no es verdad bien sabida que toda mujer es dama y dueña del hogar que ha de apuntalar en pareja o en dignísima soledad y que toda Carmen no merece amanecer desahuciada en medio de abusos, mentiras y agresiones –físicas y verbales—en esa suerte de triste verbena en la que se ha convertido el desequilibrio de los géneros, el teatro de los ingresos, el cadalso de los impuestos y préstamos, la mazmorra de los porcentajes de las economías estancadas y las interminables galeras de todos los currantes, trabajadores incansables cansados todos los días, estudiantes esperanzados con esperanzas condicionadas por el mercado o el azar, patrimonios sostenidos con alfileres a la sombra de las columnas de mármol de los grandes bancos y aseguradoras… y este mundillo donde cupletistas de quinta llegan a primera dama, personajes menores sin preparación alguna llegan a presidente y donde opulentas mansiones deshabitadas jamás han de hospedar ni las lágrimas ni la callada dignidad de una verdadera Emperatriz.

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