La UE sufre para hacer amigos
La Unión encuentra dificultades para buscar interlocutores en países lastrados por la corrupción como Ucrania
En el Mystetskiy Arsenal de Kiev los invitados beben vino blanco asomados al jardín de la galería de arte. En el escenario se debate sobre el futuro de Ucrania, empantanada en una guerra que se ha cobrado ya 3.000 vidas. Es 11 de septiembre y se inaugura la Yalta European Strategy (YES), una convención europeísta que el magnate Viktor Pinchuk organiza desde hace 11 años. Entre los invitados figuran tanto el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, como Richard Branson, dueño de Virgin.
Pinchuk paga todo en esta minicumbre. Filántropo residente en Londres, íntimo de Tony Blair, es uno de los grandes aliados de Europa en Ucrania, pero también un oligarca casado con la hija del expresidente Leonid Kuchma, contra el que se fraguó la Revolución Naranja de 2004 por la corrupción que lastraba su Gobierno, al que Pinchuk compró activos públicos a precio de saldo.
En un receso, el saliente comisario europeo de Ampliación, el checo Štefan Füle, se sienta con un grupo de periódicos, entre ellos EL PAÍS, invitado por la Comisión Europea. Füle explica que el objetivo europeo en Ucrania es impulsar un país mejor; por eso cuando se le preguntan si en esa nueva Ucrania cabe Pinchuk, el comisario frunce el entrecejo: “La Unión Europea no pintará una línea para dividir cronológicamente quién merece estar en la nueva Ucrania. Cualquiera dispuesto a trabajar por el país es bienvenido, y Pinchuk lo está haciendo”.
El oligarca es un socio fundamental. Tiene contactos, poder y, sobre todo, necesidad: su negocio está en las tuberías por las que corre el gas ruso hasta Europa, y el bloqueo de Moscú le está arruinando. “Pinchuk juega con muchas barajas y en todas tiene un as”, explica un miembro de la misión de la UE en Kiev. La relación con un personaje tan dudoso revela hasta qué punto necesita enfangarse Bruselas para entrar en ecosistemas enrarecidos por la corrupción y embrollos geopolíticos.
En su visita a Kiev, Füle se reunió también con representantes de la sociedad civil, los interlocutores soñados por Europa. Todos hablan un perfecto inglés, son jóvenes, dispuestos a darle la vuelta al poder y ya han colaborado en reformas ilusionantes, como la del sistema judicial. Pero también a ellos los salpican las sospechas. Un ejemplo entre decenas es el de Svitlana Zalishchuk, periodista y responsable de campañas cívicas como la plataforma anticorrupción Chesno. Zalishchuk, una de las cabezas del Maidán, se integrará para las elecciones de este mes de octubre en la lista del partido del presidente ucranio, Petró Poroshenko. Por el camino ha recibido todos los beneplácitos de la UE y distinciones como la beca británica John Smith y otra de Stanford. Voces críticas aseguran que líderes como Zalishchuk son precocinados por Occidente para contar con cuadros amigables en la élite del país.
Esa estrategia tampoco es secreta. Varios miembros de la delegación europea coinciden en la diferencia que supone para la UE y su agenda reformista encontrar interlocutores cercanos en instancias de poder y piden comprensión. “Antes, los políticos nos llevaban a los mismos restaurantes donde comían los mafiosos y se comportaban como tales. No hablaban, monologaban”, explica uno.
Sin embargo, a medida que se institucionalizan estos métodos, crece el malestar en países que los observan no como una ayuda para fomentar el debate cívico, sino como la financiación de un contrapoder. En los últimos años unos 20 Estados, desde la India a Egipto o Uzbekistán han aprobado leyes que restringen la financiación internacional de sus ONG. Es el caso de Rusia, que desde hace dos años obliga a las que reciben dinero foráneo a identificarse con el estalinista título de “agentes extranjeros” en sus actividades y publicaciones. La medida ha sido un golpe para algunas de las ONG más destacadas del país.
La Hungría de Viktor Orbán sigue el mismo camino de hostigamiento a las asociaciones que considera occidentales caballos de Troya. En septiembre, la policía húngara tomó las sedes de Ökotárs y DemNet, dos ONG responsables de distribuir fondos de la cooperación internacional noruega. “No estamos tratando con miembros de la sociedad civil, sino con activistas políticos pagados que impulsan intereses extranjeros”, protestó en un discurso Orbán.
En opinión de Oslo, Budapest está utilizándola como excusa para decapitar a su sociedad civil. Mientras, la vecina Ucrania toma la posición contraria: cualquier ayuda de Occidente es bienvenida, sin más preguntas. El objetivo de su presidente es tender puentes; Europa debe asegurarse de que sus cimientos no estén sembrados de explosivos.
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