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Desahucios
Crónica
Texto informativo con interpretación

La identidad de Barcelona está en juego

En Casa Orsola se disputa el relato sobre el barrio que ha definido la Barcelona moderna y la especulación inmobiliaria ya ataca la vivienda de la clase media local

Jordi Amat
Carteles de protesta contra el primer desahucio de un inquilino de Casa Orsola, en Barcelona.
Carteles de protesta contra el primer desahucio de un inquilino de Casa Orsola, en Barcelona.Nacho Doce (REUTERS)

Desde hace más de un siglo la identidad de Barcelona se define a través del barrio del Eixample y ahora en el edificio de Casa Orsola, realidad y símbolo al mismo tiempo, los vecinos se juegan su futuro y la ciudad decide cuál es su proyecto social a medio plazo. Yo, que soy la persona más pequeñoburguesa que conozco, vivo a cien metros. Cada mañana al llevar los niños al colegio pasamos por delante y vemos las pancartas, los domingos compramos los croissants en la pastelería que está en los bajos del edificio y conocen la alergia al huevo de mi hijo, en el comercio al otro lado de la puerta de vecinos hay una papelería regentada por una abuela sudamericana que me despide con un “qué dios le bendiga” cuando compró el periódico en papel. El barrio de un pequeñoburgués de manual, insisto.

El jueves a media tarde una brigada del Ayuntamiento de Barcelona empezó a retirar los contenedores para evitar que los incendiasen si se producían disturbios. No era descartable. Pero la primera protesta fue algo tan subversivo como agitar las llaves. El desalojo estaba previsto a media mañana del viernes. La madrugada del jueves al viernes, después de cenar con un amigo arquitecto que detalló los problemas administrativos para construir nueva vivienda, me desvía del camino más fácil para llegar a casa. En la esquina de la calle Calàbria con Consell de Cent se había instalado una carpa. Sobre el asfalto, supongo que sobre colchonetas, unos treinta militantes del Sindicat de Llogateres dormían por si llegaba la comitiva judicial antes de lo previsto. Frente a la puerta de la casa donde Josep resiste, un grupo de jóvenes establecía los horarios.

A media mañana hay algunos centenares de personas frente a la casa y yo me siento como el Charlot de Tiempos modernos que no sabe que está en una manifestación aplaudiendo las consignas que un par de jóvenes con chaleco naranja entonan en catalán desde un balcón. “Hemos de acabar con el miedo al burofax. Porque cuando hay miedo, llega la extrema derecha”. Veo a unos abuelos de la guardería de mis hijos, a una veterana de la lucha sindical, a una amiga filóloga que curra en mil trabajos y que sabe que no tendrá una casa en su puta vida. A las 10.23 se anuncia la llegada de la comitiva judicial y se pide a la gente —hay más gente de orden como yo, esta es la novedad— que se acerqué al portal del número 137 para acompañar al propietario al que le van a entregar el documento que tiene que marcharse de su casa. No es pobre. Es clase media, pero sobra.

El fondo de inversión que compró el edificio promete gimnasio y sauna. No será para nosotros. Lo adquirieron para reconvertirlo en pisos de alquiler temporal. Así se ejecuta el alma de Barcelona. En un giro inesperado de los acontecimientos, hay periódicos locales que culpan del caso a la administración de Ada Colau porque no compró el edificio y peatonalizó la calle. No estaría de más señalar que entonces se compraron cuatro edificios en el barrio y que ahora al mediodía, los veo, grupos de oficinistas comen con el tupper en las mesas de la superilla. Por ahora el desalojo se ha parado. La madrugada del martes volverán. El Gobierno de Jaume Collboni se enfrenta a su primera gran crisis reputacional.


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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.
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