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Tribuna
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Bolívar enfrenta a los venezolanos con sus propias contradicciones

La película 'Libertador', de Alberto Arvelo, es el objeto de polémicas en una sociedad polarizada

XAVIER REYES MATHEUS

La película Libertador, una coproducción hispano-venezolana del director Alberto Arvelo que se ha estrenado hace poco en el país sudamericano, es ahora mismo el objeto de intensas polémicas en aquella polarizada sociedad en la que la visión de todo se escinde bajo las lentes opuestas del chavismo y del antichavismo. Pero la división tiene aquí otros motivos. Ciertamente, en los últimos años los historiadores han denunciado la manipulación que el régimen autoproclamado “bolivariano” ha hecho de la historia venezolana y del pensamiento de Simón Bolívar, convertido por Hugo Chávez en inspiración casi sobrenatural de su discurso castrista. Pero hete aquí que la épica cinta de Arvelo, independiente, en principio, de la propaganda del Gobierno, ha asombrado a aquellos mismos estudiosos por el retrato que ofrece del héroe: convertido en un “líder democrático-radical”, como ha señalado el historiador Tomás Straka, “guerrillero en el Bajo Magdalena que organiza una revolución de indígenas y cimarrones de forma espontánea”, enemigo de las inversiones extranjeras y asesinado por una conspiración, según la misma lógica que achaca el cáncer de Chávez a una diabólica inoculación del imperio. Poco extraña que el propio Nicolás Maduro haya calificado este Bolívar del “más chavista que ha habido”, precisando que las tesis de Chávez “son recogidas en esta película de manera asombrosa”, y que “es un Bolívar no estrictamente histórico; es un Bolívar épico, es un Bolívar revolucionario”.

Y es aquí donde está lo curioso del debate que se ha levantado, pues, a diferencia de lo que pudiera pensarse, no es la verdad histórica del ideario bolivariano lo que los venezolanos de uno y otro bando se disputan. Lo de menos en todo esto son las evidencias que ya han señalado Straka y otros colegas suyos: que el Libertador sentía horror por la lucha de clases, a la que consideraba el camino seguro de la anarquía; que su incorporación de libertos, mulatos e indios a la causa republicana obedeció menos a objetivos de justicia social que a la necesidad táctica de sacar adelante la empresa de la independencia (“las causas que he tenido para ordenar la leva de esclavos son obvias. Necesitamos de hombres robustos y fuertes acostumbrados a la inclemencia y a las fatigas (…), de hombres que vean identificada su causa con la causa pública”, contaba en una carta al general Santander); que esa lucha por dar a las naciones americanas el estatuto de repúblicas soberanas tampoco era tanto un fin en sí misma como la condición para levantar la gran potencia que el prócer proyectaba, y que imaginaba ocupando un lugar preeminente en el orden de luces, libertades y prosperidad económica que caracterizarían al mundo moderno; que la democracia y el federalismo le parecían sistemas encomiables sobre el papel, pero que los desaconsejaba para la América hispana hasta que sus (“ignorantes”) pobladores no hubieran conseguido ilustrarse y ponerse a salvo de las seducciones de los demagogos; y que, en cambio, era partidario del gobierno autoritario, centralista y aristocrático para garantizar la estabilidad del Estado (según un ideal bonapartista del liderazgo que, aun sin ceñir corona, se acercaba bastante a una monarquía), lo cual lo llevó hacia el final de su vida a ejercer una dictadura militar de carácter conservador, y hasta a lamentar, ya en el lecho de muerte y previendo la disolución anárquica de lo que había querido construir, que “devorados [los americanos] por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán a conquistarnos”.

Lo que demuestra la adhesión antichavista al Bolívar de Arvelo es que la conciencia nacional venezolana está edificada sobre el dogma  del “tercermundismo”

Sin embargo, el antichavismo no ha convertido estos argumentos en su bandera; por el contrario, su empeño se concentra en demostrar que el Bolívar de la película, tal como está, no tiene por qué ser necesariamente chavista. Pero lo cierto es que no hay sino que conocer el carácter de mis compatriotas para comprender las razones de tan insólita postura. Por un lado, los venezolanos están encantados de sacar al mercado cinematográfico una película que parece de Hollywood. Hasta algo como esto, el cine vernáculo había sido un humillante e impopular reflejo del subdesarrollo del país: por la factura de las producciones, en parte, y también por los temas recurrentes en los guiones: el rancho —como se llama en Venezuela a la chabola— y los laberínticos recovecos del cerro (el poblado chabolista) eran los escenarios naturales de las tramas que discurrían entre malandros, drogas, policías, pistolas y sangre, mucha sangre, para reflejar el país que un estudio de Gallup acaba de calificar como el más peligroso del mundo. Con lo de Arvelo, en cambio, la depauperada clase media antichavista se reconoce en el esteticismo de los trajes de época, de los palacios, de los bellos planos y de la espectacular fotografía, y recupera el sueño de aquel esplendor que la fantasía nacional sólo había podido recrear en el género ínfimo de los culebrones (siempre poblados de mansiones, de haciendas interminables, de señoritos montados a caballo y de malvadas tomando el sol en la cubierta del yate).

Aunque lo que subyace a esa admiración por lo hollywoodense es el sentimiento de natural identidad con las formas de Estados Unidos y del mundo desarrollado, resulta paradójico que la opinión del antichavismo no se muestre dispuesta a disentir de la imagen antiimperialista de Bolívar. Algo que sorprende tanto como la total ausencia en Venezuela (y aun tras quince años de oposición a la revolución de Chávez) de una derecha de inspiración bolivariana; lo cual, como se ve, resultaría perfectamente posible. Siquiera frente al asunto de la inseguridad, habría podido surgir un discurso a favor del orden y de la mano dura contra la delincuencia, al modo de Uribe, que rescatara el planteamiento del Libertador a propósito de la vigilancia que la autoridad debía ejercer sobre el civismo. Y, sin duda alguna, en la memoria de Bolívar habrían podido encontrarse razones para oponerse a la mistificación cosmogónica de Chávez y para defender que, por el contrario, Venezuela debe permanecer inserta en el proyecto de la civilización occidental, sobre todo si ésta última se entiende, más bien que como tradición, como herencia de la racionalidad ilustrada.

Los venezolanos están encantados de ser los protagonistas de una película que parece de Hollywood 

Lo que demuestra la adhesión antichavista al Bolívar de Arvelo es que la conciencia nacional venezolana (e hispanoamericana en general) está irremediablemente edificada sobre el dogma que Carlos Rangel llamó “tercermundismo”, según el cual el triunfo cívico y económico de los países desarrollados se ha levantado sobre el fracaso de las naciones pobres. Con tal convicción resulta imposible reconocer a Bolívar, padre de la nacionalidad en aquellas regiones, cualquier concesión hacia el mundo del que nos libertó; antes bien, el honor patrio nos impone presentarlo como su antítesis, y es precisamente en ello donde radica nuestra americanidad. Pero lo cierto es que, aun admitiendo las particularidades del mundo y del hombre americanos, para Bolívar la independencia no era un “choque de civilizaciones”. Según su visión, anterior al determinismo racista post-Gobineau o al altermundismo de la izquierda latinoamericana, la oposición de civilización y barbarie no diferenciaba culturas, sino que aludía a dos estados o momentos distintos de la condición humana: en transitar de uno al otro consistía la empresa de transformarse en una nación libre y moderna. Si Bolívar defendía el derecho de los americanos a encontrar su propio destino no era para enmendarle la plana al Viejo Continente, sino porque consideraba que éste ya había encontrado el suyo, tras pasar él también por siglos de barbarie, de despotismo, de superstición y de ignorancia. Por eso carece de cualquier sentido un “bolivarianismo” en Europa: porque el problema de Bolívar no era sino el progreso de (su) América. En todo caso, y en la medida en que el Libertador asociaba aquel ideal a la integración de los territorios del continente, un partido europeo tendría derecho a llamarse “bolivariano” si propugnase el fortalecimiento y la imbricación de las instituciones comunitarias.

Para los venezolanos, Bolívar es la religión de Estado desde mucho antes de la llegada de Chávez al poder. Transformados en militantes antichavistas, algunos han abjurado de él y otros lo han sentido secuestrado por el régimen, protestando porque reciba la misma adoración y gloria que el Che Guevara. Pero, aunque lectores empedernidos del ¡Hola!, a los orgullosos descendientes de los criollos no hay nada que pueda apearlos de la honra por la libertad conquistada a España hace doscientos años. Un fenómeno análogo a la legión de Jeffersons y Jonathans de estética rapera y zapatillas Nike que desde las filas del chavismo gritan mueras a los Estados Unidos.


Xavier Reyes Matheus, venezolano, es autor de Más liberal que libertador. Francisco de Miranda y el nacimiento de la democracia moderna en Europa y América.

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