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Tribuna
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Nacionalismos

No hay nada demasiado romántico en la utopía nacionalista

Es habitual tratar estado y nación como sinónimos. Se ve cuando los usamos de manera intercambiable, casi siempre para evitar redundancias en la prosa. No es un detalle trivial. Más aún, es común usar el concepto “estado-nación”, y una buena parte de nuestra manera de pensar sobre la política está anclada a esa formulación semántica.

La idea fundante del nacionalismo es que el estado, una construcción jurídica y política, es—o debería ser—el reflejo de una comunidad basada en identidades y anhelos comunes, relativamente homogénea culturalmente, y para muchos también étnicamente. Formada por personas que ni siquiera se conocen, no obstante esa comunidad opera como si fuera una familia extendida, en la célebre metáfora del gran Ben Anderson. Es, así, una utopía, una comunidad imaginada.

Sin embargo, la propia idea de estado-nación es contradictoria, e inclusive oximorónica. No existe, en realidad, estado-nación alguno, concebido como una homogeneidad étnica y/o cultural. La vasta mayoría de los estados son multinacionales, formados por múltiples y diversas comunidades. De ahí que sean esencialmente heterogéneos, ahora y siempre, aunque desde el poder sea conveniente ocultarlo. Ello resalta que aquella premisa utópica del nacionalismo, no importa cuán romántica sea, también es problemática para crear un orden político estable, pacífico y mínimamente democrático.

Esto importa porque una cierta idea de nacionalismo está en juego en las crisis internacionales que leemos en los periódicos de hoy, aunque no sea nada nuevo en la historia. La Europa post-imperial surgida en 1918 fue un mundo de estados multinacionales, en conflicto constante con las aspiraciones nacionalistas. En la entre-guerra, esas aspiraciones se canalizaron a través de diversos movimientos políticos, varios de ellos expansionistas y ninguno más brutal que el fascismo en sus muy diversas versiones. Aquellos conflictos irían a desembocar en la Segunda Guerra y de ahí que el orden internacional post-1945 tuviera especial interés en controlar, disolver, o al menos silenciar, a los nacionalismos.

La guerra fría y la muy tangible amenaza nuclear fomentaron la creación de alianzas e instituciones para proveer protección a los estados y sus sociedades, y al mismo tiempo también para congelar la agenda nacionalista. El nacionalismo entró en hibernación entonces para despertarse recién a fines de los ochenta. La disolución de la Unión Soviética desabotonó el chaleco de fuerza que contenía las tensiones y conflictos nacionalistas. Las identidades nacionales comenzaron a colisionar con los moldes políticos que las contenían, los estados, percibidos como imposiciones de Moscú. De manera pacífica, como la partición de Checoslovaquia, o de manera violenta, como el genocidio en la ex Yugoslavia, el post-comunismo estuvo marcado por el nacionalismo.

La crisis económica extendería los ímpetus nacionalistas a Europa Occidental. Ya en este siglo, el desempleo, el fracaso de la función regulatoria de Bruselas y Frankfort, la manifiesta desafección de la sociedad con las instituciones políticas europeas, entre otros déficits, generaron condiciones propicias para la elaboración de formas locales de pensar la vida colectiva. La incertidumbre también alimentó la xenofobia, y con ella la idea que un ordenamiento político micro—la secesión—permitiría resolver esos problemas, o al menos protegerse de ellos. Así surgió una agenda de reivindicaciones postergadas, de derechos negados, de soberanía para tomar decisiones de manera autónoma, y por ende democrática. Allí se inscriben los plebiscitos en Cataluña y en Escocia, entre otros: el nacionalismo democrático.

Pero, más allá de los métodos, el nacionalismo es una realidad contradictoria y resbaladiza, simultáneamente generador de procesos sociales que lo convierten en excluyente más que inclusivo, homogéneo en lugar de diverso, cerrado en vez de abierto. La utopía de los estados verdaderamente nacionales no es la democracia, no es la polis: es la comunidad cultural y normativa, sino étnicamente, homogénea. La metáfora de la nación como familia extendida es muy útil. Sabemos que hay estructuras familiares que favorecen la endogamia, la cual no alienta el pluralismo en la organización social. Si eso tiene valor explicativo para la política, también sabemos que sin la diversidad que concibe el pluralismo las formas democráticas son improbables. La endogamia en la política, usando la metáfora en reverso, es el simple autoritarismo.

Nada de esto le importa a Vladimir Putin, por supuesto, quien en su propia nostalgia imperial va por toda Europa buscando personas con ancestros rusos, les concede pasaportes y pensiones del estado, y con eso le alcanza para plantar su bandera, declarar soberanía y cambiar el mapa. Lo hace por medio de plebiscitos de dudosa legitimidad, invasiones o acciones terroristas de grupos adeptos. Curiosamente, el método tiene imitadores. Putin auspicia en Ucrania exactamente lo mismo que padece en Chechenia y Daguestán. Mientras los separatistas de Ucrania derriban aviones civiles, los Chechenos asaltan teatros y masacran al público.

El mundo de la utopía nacionalista es peligroso, bastante fanático y a la larga autoritario, y esto sin contar que, llevado a su última expresión, es un mundo que ni siquiera podría funcionar, plagado de micro-estados inviables. Italia, por ejemplo—y no es el único caso—dejaría de existir si cada una de sus Escocias, sus Cataluñas—¡o sus Crimeas!—eligieran la independencia; después de todo, ni siquiera existía como estado antes de 1870. Venecia dejó de ser estado por una simple razón: su tamaño la hizo inviable como tal. Los separatistas de todas las latitudes tienen que leer la historia.

En definitiva, no hay nada demasiado romántico en la utopía nacionalista. Es más romántico el crudo realismo del estado, tal y como lo conocemos.

Twitter @hectorschamis

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