Escocia sopesa el precio de su divorcio
El 18 de septiembre decide en referéndum si se independiza de Reino Unido mientras los otros nacionalismos europeos emplean su caso como modelo a seguir
No será una réplica del muro de Adriano, la defensa que los romanos levantaron al norte de Britania para contener a pictos y escotos, pero se está cavando un foso de desafectos y rupturas en el que enterrar tres siglos de historia compartida. 307 años de convivencia bajo la bandera común de la Union Jack, de esfuerzos y afanes en la construcción del Imperio Británico y la revolución industrial no parecen pesar ya gran cosa. En la hora del divorcio, pocas voces se lamentan aquí de los proyectos truncados o de los corazones rotos.
Estos días, las miradas se posan complacientes en la representación de la victoriosa batalla de Bannockburn, librada hace 700 años contra los ingleses, o viajan hasta el calendario buscando el 19 de septiembre próximo, el día después del gran día en el que Escocia puede hacer historia y entrar por su propio pie en eso que llaman el concierto de las naciones. ¿Qué sentimientos y pensamientos albergarán los escoceses una vez terminado el recuento? ¿Cómo se mirarán, qué se dirán en la casa, el pub, el trabajo? Hay ansiedad, zozobra y vértigo, pero las emociones se recalientan o enfrían a conveniencia desde las alturas y nadie suelta la calculadora.
“Seremos más ricos porque el petróleo del mar del Norte pasará a nuestras manos y podremos forjar una sociedad más justa y solidaria”, se repite en las asambleas de pueblos y barrios en un ambiente de refundación política. El castillo de Edimburgo, que parece emerger todos los días de un pasado fantástico, se alza imponente en el símbolo de esta Escocia que busca trazarse un camino por separado.
Si, como escribió el ensayista inglés Walter Bagehot, “ninguna política es capaz de extraer de una nación más de lo que esa nación tiene en su interior”, habrá que reconocer que estas gentes poseen sobrados motivos para el orgullo. Aquí han germinado un increíble número de talentos literarios, pensadores, artistas y genios científicos: desde el filósofo David Hume a los escritores Artur Conan Doyle, Sir Walter Scott o Robert Louis Stevenson, pasando entre otros muchos por los inventores de la penicilina, el teléfono, la máquina de vapor, la televisión, el radar, el neumático, el pedal de bicicleta o la primera teoría del bosón de Higgs.
De hecho, asistir a las solemnes ceremonias universitarias de graduación es constatar que la pasión por el conocimiento sigue teniendo prestigio en este país. Y vista la emoción ambiental, uno se pregunta si el interminable listado de genios escoceses que pusieron su talento al servicio de empresas mayores encontraría hoy su matriz creadora en el proyecto de separación. Cinco escuelas de Medicina en Escocia sostienen que la independencia tendría un impacto negativo en la investigación médica.
Además de poder deshacer Reino Unido, la unión de naciones compuesta por Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte, los escoceses que decidirán el 18 de septiembre en el referendo por su independencia (pueden votar 4,2 millones de personas, incluidos los ciudadanos de la Unión Europea y de la Commonwealth residentes) tendrán en sus manos la oportunidad de sacudir el tablero internacional de los pueblos o naciones sin Estado estableciendo un precedente soberanista exitoso, capaz de estimular los apetitos de la emulación en el exterior y descomponer delicados estatus.
Ese golpe en la mesa de Reino Unido —puede ser un toque de atención o un puñetazo, según el resultado— repercutirá en la Unión Europea y muy particularmente en España, conocida la estela que persiguen actualmente los nacionalismos domésticos. Ya están enunciadas las recriminaciones. Si Escocia puede independizarse, ¿por qué no podemos hacerlo nosotros? Si el Gobierno británico permite y acepta el resultado del referendo, ¿por qué el de España lo impide? El camino de Escocia hacia su independencia es mucho más intrincado y arriesgado de lo que el nacionalismo escocés da a entender, pero, apagados los ecos en otro tiempo tonantes de la experiencia quebequesa, Escocia es el destino de moda del moderno peregrinaje soberanista, la nueva fuente de legitimación en la que beben y tratan de asearse los independentismos occidentales, no todos igual de presentables.
“Should Scotland be an independent country? Yes / No”. La pregunta es: ¿Debe ser Escocia un país independiente? Contra lo que creyó el premier británico David Cameron cuando impuso que el referéndum se constriñera únicamente a la cuestión de la independencia, las encuestas están lejos de certificar la victoria. Hay partido y está por ver si la estrategia británica de autorizar al Parlamento escocés a hacer la consulta y de eliminar la vía intermedia de conceder una mayor autonomía no va a volverse en su contra. Los nacionalistas pretendían incluir en el referendo una segunda pregunta complementaria sobre la mejora de las competencias, que apoyaba una amplia mayoría del electorado, para curarse en salud, dado el bajo apoyo a la separación que indicaban los sondeos, y con el propósito de negociar la máxima autonomía fiscal.
Edimburgo y Londres se han enzarzado en una guerra de informes
Se trataba de servirse de la reivindicación independentista como palanca para obtener el devo max (máxima transferencia), una versión del concierto económico vasco y el convenio navarro. Ahora la Administración escocesa solo recauda algunos tributos, que le reportan una séptima parte del gasto total, unos 27.000 millones de libras (34.000 millones de euros). Con una renta per cápita ligeramente inferior a la media británica, Escocia está primada con un gasto público por habitante un 18% superior.
Hay partido, porque existe, además, un voto soterrado que explicaría por qué nadie previó el triunfo del Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés) en las elecciones en 2007, ni tampoco su victoria por mayoría absoluta en 2011.
“El corazón me dice que sí, pero la cabeza que no”, es una respuesta bastante común a tono con el lenguaje políticamente correcto dominante, excepto en el fútbol, donde algunos han festejado ruidosamente los goles encajados por Inglaterra en el Mundial. La fiesta les ha durado poco, por la eliminación temprana de sus vecinos, pero las puyas y chanzas continúan con contraataques ingleses cargados de ironía. “Sí, es cierto que lo nuestro ha sido de pena, pero, ahora que lo pienso, dime, ¿en qué grupo jugáis vosotros? Ah, sí, perdona, claro, no me acordaba de que no estáis en el Mundial ni nada”. “Creo que vuestros equipos del Celtic y los Rangers intentan que la UEFA os deje jugar en nuestra Premier League. Pobres. Mucha suerte”.
El Gobierno de Londres y el de Edimburgo llevan meses enzarzados en una guerra de informes sobre los desastres y bondades de la eventual independencia. Cada vez que los expertos británicos hacen público un sesudo trabajo sobre el negativo impacto de la separación en el sistema financiero escocés o la continuidad de Escocia dentro de la UE, el Gobierno del primer ministro Alex Salmond convoca en el Parlamento de Edimburgo a una docena de expertos que desmienten esos datos. Hay incluso una puja del quién da más. Londres dice que los escoceses ganarán 1.400 libras más por persona y año si se quedan en Reino Unido, 400 libras más que lo que el Ejecutivo de Edimburgo promete a sus ciudadanos si optan por la independencia. Los escoceses no pueden saber a qué carta quedarse. Para contener el avance soberanista que registran los sondeos, los tres partidos unionistas (laboristas, liberales-demócratas y conservadores) han aceptado que la autonomía escocesa pueda recaudar parte del impuesto sobre la renta.
Uno puede deducir qué va a votar un escocés el 18 de septiembre con solo atender al enunciado inicial de su respuesta. Si empieza con un “soy tan patriota como el que más”, es que votará no. Y si subraya su carácter internacionalista, e incluso no nacionalista, es casi seguro que terminará afirmando que está a favor de la separación. A la cuestión identitaria, el nacionalismo escocés suma estos días con gran énfasis el propósito de incluir los derechos sociales en el texto constitucional de la futura Escocia independiente.
Después de dos años de campaña no declarada, los argumentos se han sofisticado. Este argumento circula profusamente: “Yo tampoco tengo claro lo de la independencia pero voy a votar que sí porque si el no gana con bastante margen, Londres se negará a negociar y nos hará pagar una pesada factura por haberles desafiado con el referendo”. Ya dice Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional de la universidad del País Vasco y uno de los grandes estudiosos del fenómeno soberanista: “Esta clase de referendos los carga el diablo”.
Durante muchas décadas, Escocia fue el gran granero laborista de Reino Unido. Las radicales reformas del Gobierno de Margaret Thatcher con el cierre de las industrias pesadas, las privatizaciones y el acoso a los sindicatos llevaron a la exasperación a gran parte de la ciudadanía que no se lo ha perdonado al Partido Conservador. De ahí, viene el chiste de que en Escocia hay más osos panda que tories en el Parlamento autonómico (dos panda en el zoo y un diputado conservador en la Cámara). “Creo que Tony Blair y su nuevo laborismo tienen también buena parte de la culpa de lo que está pasando”, sostiene el periodista Stephen Burgen. “Cuando los laboristas de Blair ganaron las elecciones de 1997 defraudaron las expectativas de buena parte de su electorado escocés de izquierda porque no combatieron las políticas privatizadoras. El resultado es que muchos votantes del laborismo han buscado acomodo en el SNP, que había acentuado su perfil de izquierdas. Escocia es autodeterminación más socialdemocracia a lo viejo laborismo”, concluye Burgen. Es una opinión compartida por otros analistas. Un dato a tener en cuenta es que la autonomía en Educación y Sanidad ha permitido a Escocia sortear la ola privatizadora británica y, por ejemplo, no aplicar las subidas de tasas universitarias y mejorar la remuneración del profesorado.
Conscientes de que sus apoyos electorales son relativos —obtuvieron la mayoría absoluta con solo 900.000 votos sobre un censo de 4,2 millones— y de que recogen un voto laborista quizá prestado, el SNP plantea una ruptura a plazos escalonada y pactada con Reino Unido, sobre todo porque necesita asegurarse su permanencia en la UE.
Los soberanistas transmiten la idea de que todo seguirá igual si gana el sí
“¿Periodista español? Su presidente Rajoy dice que si nos independizamos tendremos que ponernos a la cola en Europa”. El Libro Blanco de la futura Escocia plantea permanecer en la OTAN, —con el consiguiente enfado de los colectivos antibelicistas—, conservar la Corona que Inglaterra y Escocia comparten desde 1603 —lo que irrita a muchos republicanos— y continuar utilizando la libra esterlina, algo que está por ver, puesto que los británicos no parecen dispuestos a dejarles participar en la política monetaria en caso de que triunfe el sí a la separación. El nervio principal del argumentario nacionalista es la idea de continuidad. “¿Pero, por qué se preocupan? No cambiará nada. Todo seguirá igual: las pensiones, la moneda, la policía…”.
Durante las últimas semanas han ido surgiendo todo tipo de colectivos (mujeres, abogados, deportistas, artistas, universitarios) alineados a favor o en contra de la independencia, pero en el impoluto y empedrado casco histórico de Edimburgo y en el menos impoluto centro de Glasgow no hay signo alguno que invite a pensar que los escoceses se enfrentan a la decisión más trascendental de su historia reciente. Todo lo que han visto esas calles son un par de manifestaciones de menos de 8.000 personas animadas por lemas del tipo “he tenido un sueño”, en alusión a la independencia, y “no tengamos miedo”.
No hay pintadas, carteles, murales o panfletos y eso que la intensidad del debate crece a medida que el referendo se acerca y la victoria del sí no parece una quimera. En la Royal Mile que vertebra Edimburgo, la antiquísima taberna The World’s End (El fin del mundo) ofrece a su clientela un desayuno Braveheart que, como cabe suponer, añade más tralla al típico desayuno escocés de alubias, morcilla, salchicha, huevos revueltos… Braveheart, la dramática película inspirada en William Walace, héroe de la Primera Guerra de la Independencia de Escocia, sigue alimentando la fiebre nacionalista casi 20 años después de su estreno, aunque las referencias al mito empiezan a resultar ya caricaturescas a una parte de los escoceses.
“La ruptura no será un camino de rosas”, ha advertido la autora de la saga sobre Harry Potter, J. K. Rowling, residente en Escocia desde hace una veintena de años, que ha donado un millón de libras a la campaña contra la separación del movimiento unionista Better Together (Mejor Juntos). Habla con conocimiento de causa porque desde el anonimato digital la han insultado y reprochado que cobrara ayudas sociales cuando era madre soltera y estaba en paro.
“Si nos separamos, no habrá vuelta atrás y esa separación no será rápida ni limpia, exigirá microcirugía para saturar los daños producidos después de tres siglos de interdependencia y luego tendremos que lidiar con tres vecinos amargados (…) A algunos de nuestros más fieros nacionalistas les gustaría conducirme a la frontera”. Rowling viene a decir que en el muro de Adriano, la frontera de Escocia con Inglaterra, va a aparecer una fea cicatriz difícil de explicar a las generaciones venideras.
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