La desesperanza de los mayangnas
Los grupos indígenas que habitan la selva de Bosawas, en Nicaragua, sufren la violencia de la destrucción de su hábitat, el ‘pulmón de Centroamérica’
Lusbin Taylor se sienta sobre el tronco de un árbol derribado. Gotas de sudor recorren lentamente su rostro moreno, sin que el joven intente secarlas. Sus ojos, enrojecidos, están fijos en el suelo cubierto por ramas y hojas secas. El sol cae con fuerza sobre un claro de la selva de Bosawas, en el norte de Nicaragua, una de las mayores junglas de Centroamérica. Este sector del bosque ha sido recientemente destruido por quienes llegan de las ciudades a tomarse ilegalmente los codiciados terrenos y trafican con sus riquezas. Lusbin no esconde su furia: “Siento como que parte de mí y parte de mi pueblo está desapareciendo”, lamenta.
Taylor es miembro de las comunidades indígenas mayangnas, que durante siglos han habitado la selva de Bosawas, nombrada como reserva de biosfera por la UNESCO y conocida como el pulmón de Centroamérica. Se trata de una selva que un día tuvo más de 20.000 kilómetros cuadrados de bosque, una extensión similar que El Salvador, pero que ha ido perdiendo terreno por el avance de la agricultura, la ganadería y la creación de asentamientos humanos en sus fronteras. Actualmente, el núcleo de la reserva cuenta con una extensión de 8.000 kilómetros cuadrados de bosques vírgenes, pero que están amenazados por los toma tierras, el tráfico de maderas preciosas y el avance canceroso de la ganadería, en un país de apenas seis millones de habitantes pero que cuenta con cinco millones de cabezas de ganado. Si la destrucción continúa, los expertos estiman que el 30% del núcleo de la reserva podría haber desaparecido hasta 2023.
Una devastación que queda en evidencia en las cercanías de la pequeña comunidad de Bethlehem, localizada a orillas del río Pis Pis, una de las principales vías de navegación de los mayangnas. En una ardiente mañana de marzo un grupo de mayangnas, incluido Lusbin Taylor, hizo una ronda de vigilancia por el bosque, un trabajo que los indígenas deben realizar porque no hay guardabosques suficientes ni presencia de autoridades. Bosawas está olvidada por el Estado nicaragüense. Un equipo periodístico acompañó a los hombres como parte de un proyecto de investigación financiado por el International Center for Journalists (ICFJ), en alianza con la organización CONNECTAS, que promueve iniciativas de periodismo de profundidad.
Los hombres se armaron de escopetas y flechas antes de iniciar el viaje. Aseguran que los invasores, a quienes llaman colonos, están armados y son violentos. El grupo avanzó dentro de la selva espesa, rompiendo el follaje con machetes de hojas filosas, intentando no caer en el fango, donde un hombre desprevenido puede hundirse hasta las rodillas. Tras casi una hora de marcha Lusbin se detuvo y señaló un camino recién talado aparentemente por los invasores de la selva. El grupo avanzó por ese camino y más tarde llegó a un claro del bosque donde el sol brillaba con toda su intensidad tropical: ante ellos se abrió una zona devastada, un verdadero cementerio de árboles.
Bosawas alberga el 3,5% de la biodiversidad mundial, más de 200 especies de animales, que representan el 13% de las especies tropicales conocidas, y unas 200.000 especies de insectos. Este bosque centroamericano produce al año 264 millones de toneladas de oxígeno y contribuye a regular el clima mundial. La zona núcleo de la selva está formada por seis áreas protegidas. La selva, además, cuenta con una población indígena de 38.760 personas, 10.380 de ellos del grupo de los mayangnas.
Con la devastación, la violencia también ha llegado a Bosawas y ha afectado a los indígenas. En el núcleo de la reserva se levanta Musawas, un caserío formado de casitas de maderas viejas que es una suerte de capital para los mayangnas. En una de esas casas desvencijadas habita Ricalina Davis con sus seis hijos. Davis enviudó el 23 de abril de 2013, cuando su esposo, Elías Charly Taylor, fue asesinado por tomatierras cuando hacía trabajos de vigilancia. Taylor es un mártir para los mayangnas y su muerte es un símbolo de la lucha de este pueblo por su supervivencia. “Desde que falleció ha fracasado todo: el año pasado mis hijos tuvieron que dejar sus clases porque no tenían a nadie que los apoyara. No tengo ayuda de nadie. No es posible que ande pidiendo apoyo después de que mi esposo dio su vida por el territorio”, dice, entre lágrimas, Ricalina. La mujer confiesa que tiene miedo, el mismo temor que invade a los habitantes de Musawas que se sienten indefensos ante la destrucción de su selva.
Joaquín Blandón, un hombre moreno, de piel seca y robusto, es el pastor de la iglesia morava de Musawas. El hombre no esconde su enojo por el olvido en el que han sido sumidos por el Estado. “Casi la mayoría de nuestro territorio está invadido”, asegura. “La gente está muy preocupada y se pregunta por qué el Gobierno no nos apoya. Estamos en peligro, porque todos los días entran más invasores”. Blandón, al igual que Lusbin Taylor y Ricalina Davis, está desesperado. No sabe qué va a pasar con su selva, qué va a pasar con su pueblo. Por las tardes, después de las jornadas en las huertas y la limpieza de las casas y cuidado de los niños, los vecinos de Musawas se reúnen en la iglesia, el edificio más grande del poblado, abren sus biblias traducidas al mayangna y elevan sus plegarias para que la invasión se detenga. “Para nosotros estos bosques son parte integral de nuestra existencia: sin ellos, simplemente, no podemos vivir”, dice Lusbin Taylor con tristeza, con un tono de voz tembloroso, más parecido a un susurro.
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