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Tribuna
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Latino, americanos

Deben cambiar las reglas de la política para que el deseo de los latinos de sentirse “en casa en América” sea realidad

Es 7 de noviembre de 2012, jornada electoral. Cerradas las mesas, los resultados parciales comienzan a llegar. La expectativa es grande, pero entrada la noche la incertidumbre comienza a disiparse. Los cómputos van confirmando la victoria de Barack Obama. A medida que pasan las horas, ni siquiera hace falta esperar los datos de la costa oeste. A sabiendas que son tres Estados sólidamente demócratas, la existencia del colegio electoral hace trivial conocer la diferencia de votos. Cerca de la medianoche, el triunfo del presidente en ejercicio está asegurado. Se informa que Mitt Romney, el candidato republicano, no dará su discurso de concesión sino hasta más tarde.

Casi simultáneamente, aparece en la pantalla el senador por Carolina del Sur Lindsey Graham, uno de los más conservadores del Partido Republicano. El senador no espera la concesión oficial, de alguna manera la hace por su cuenta. Graham reconoce la derrota, pero agrega que le resulta especialmente preocupante el margen entre los votantes hispanos, cuyo 44% en favor de Bush en 2004 se había reducido ahora (a un 27%, al final del conteo). Agrega que es evidente que el Partido Republicano está haciendo algo mal. Se trata de una comunidad trabajadora, esforzada, apegada a Dios y con firmes valores de familia—parafraseando al senador—la cual vino a esta tierra a hacer contribuciones extraordinarias. Dice que si los hispanos han decidido darle la espalda al Partido Republicano, este debe reflexionar y modificar sus propuestas para recuperar ese apoyo. Palabras más palabras menos, asegura que debían abrir sus brazos para que los latinos finalmente se sientan en casa, “en casa en América”.

Los allí reunidos siguiendo el escrutinio nos miramos con incredulidad. El utilitarismo y la belleza de la democracia capturados en un instante. La búsqueda de votos, el simple pero abrumador imperativo para sobrevivir en la nueva realidad. Los latinos son hoy la minoría de más rápido crecimiento. Las proyecciones demográficas indican que en 2030 un tercio de la población será de origen hispano. Si el voto latino—dos a uno demócrata—se mantuviera estable, los republicanos bien tendrían que olvidarse de la Casa Blanca por varias décadas. Un sombrío panorama, la abdicación no está en el manual de instrucciones de ningún partido político.

Pero esa noche también concluyó una de las múltiples batallas culturales estadounidenses: la de la inmigración. Esa misma noche, la inmigración como fenómeno social pasó de ser denigrada a apreciada, dejó de ser objeto de disputa para ser punto de consenso social. A partir de allí, y gracias al conservador Lindsey Graham, se quedaron sin argumento los conservadores más xenófobos, desde los populistas de barricada como Rush Limbaugh en radio o Lou Dobbs en televisión, hasta los distinguidos intelectuales como Samuel Huntington en su prejuiciosa lectura sobre un supuesto “desafío hispano”. Y para certificar ese cambio, por primera vez un poeta inmigrante—latino—recitó el poema inaugural de la segunda presidencia de Obama, ese ritual cuasi religioso. Ser latino comenzó a tener buena prensa.

Le siguió la reforma migratoria, que proyectada como uno de sus legados históricos, le dio identidad al segundo período de Obama. La normalización de los millones de indocumentados, parar las deportaciones, resolver la tragedia de las separaciones familiares, y eso sin contar los salarios más bajos, las desigualdades más profundas y las dificultades de acceso a los servicios sociales, se incluyen en una larga lista de tareas. Derechos, de eso se trata, una reivindicación justa, entre otras cosas porque la inmigración generalmente crea más riqueza que la que consume. La ley pasó por el Senado en base a un sólido consenso de una comisión de ambos partidos.

Pero eso solo hasta llegar a la Cámara de Representantes—los diputados—donde el proyecto quedó bloqueado, víctima de la fragmentación imperante entre los republicanos. Allí la lógica es otra, porque no interesa la visión macro, la Casa Blanca, sino la micro, la retención del escaño. La búsqueda de la reelección en distritos que por medio de la reconfiguración de los mapas electorales son deliberadamente homogéneos en términos económicos, sociales y culturales, no se logra a través del compromiso plural. Concretamente, en distritos de baja inmigración, el dogma xenófobo todavía funciona, y cuanto más bajo sea el producto per cápita, mejor funciona. Esa es la fórmula del éxito electoral en la Cámara de Representantes, pero también es la que da los números para el faccionalismo y la parálisis legislativa.

El Partido Republicano continua con su esquizofrénica confusión, apto para vetar pero incapaz de ser parte de consensos para construir. El Ejecutivo, por su parte, parece conformarse con prorrogar tantas veces como sea necesario la suspensión de las deportaciones, programa conocido como DACA; no exactamente la tan prometida reforma migratoria. Y la sociedad, mientras tanto, sigue su curso, su propio cambio histórico en la construcción de otro país, un país diverso, cada vez menos blanco, menos europeo y más multicultural que nunca en su historia, y eso aun teniendo en cuenta su multiculturalismo de origen.

Esta semana en otro aniversario de la invasión de Normandía, Obama rindió homenaje a los héroes militares de todas las épocas, a los Colwell, Colcowitz y Merritt de 1944, y a los Sabillo Martín—nacido en Honduras—y Janice Rodríguez—además, mujer—de este siglo. Muy solemne, pero los héroes de este siglo tienen menos derechos que los del siglo pasado. La diferencia está en un sistema electoral que perpetúa el faccionalismo y reproduce la parálisis legislativa como práctica habitual, y allí está entrampada la reforma migratoria.

Es que con el cambio cultural y la buena prensa no alcanza. Hacen falta otras reglas de juego para que el deseo de los latinos de sentirse “en casa en América” sea realidad.

Héctor Schamis es profesor en Georgetown University. Twitter @hectorschamis

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