Ser realistas
Es preciso exigirle a la clase política latinoamericana que asuma lo que significa gobernar un continente joven
Para todos el mundo es nuevo. Para quienes viven en América Latina, además de nuevo, es inédito.
La América que habla español o portugués vive un momento absolutamente sensacional en su historia.
Por primera vez es un continente libre. Sólo lo esclavizan sus propias deficiencias, incompetencias y asuntos pendientes por resolver.
La tecnología de la comunicación se ha convertido en la principal arma contra los gobiernos
Todos sabemos o al menos intuimos que vivimos un tiempo nuevo. Sin embargo, da la impresión de que son los gobernantes quienes no desean enterarse. Eso provoca que el despertar sea más duro y la caída mortal.
Todo parece que es un Big Bang; el efecto mariposa se reproduce en todas partes. Cada día el grafismo de esta época se parece más a un autobús viejo y decadente que avanza por autopistas llenas de baches (que son los viejos Estados) que se ven rápidamente rebasados por la derecha y por la izquierda, por fenómenos que resultan en sí mismos mortales pero que además, cuando colisionan nos desconciertan a todos.
El efecto mariposa en América Latina tiene dos ejes. Uno, al ser por primera vez libre, tiene la posibilidad de la expresión múltiple a través de la unificación que ha dado la revolución de las comunicaciones. Dos, en todos los países latinoamericanos hemos conseguido por incompetencia, vaguedad y falta de imaginación, que el bono demográfico en vez de ser una bendición sea una maldición.
Así, nuestros jóvenes, que no pueden esperar, que no tienen por qué esperar y lo que es peor, que a través de su mirada nos dicen que saben que no pueden esperar nada de nosotros, se encuentran en una situación donde no solamente es necesaria la destrucción del paradigma, sino que además deben ser capaces de construir un mundo nuevo. Todo esto justo en el momento en el que empiezan a surgir nuevos fenómenos y señas de identidad que no estamos siendo capaces de entender, ni gobernantes ni gobernados.
Todo está cambiando. No había nada más importante ni que diera más paz social que lo que significaba ser de color en Brasil. En ningún lugar del mundo he visto a la gente de color más feliz que en el país sudamericano. Sin embargo, ahora, blancos, rojos, amarillos o de color, todos están insatisfechos y lo están contra todo pronóstico. Los brasileños están en descontento porque pasaron de ser extremadamente pobres a convertirse en semipobres o de clase media.
Lo sucedido en Brasil parece un contrasentido pero no lo es. Es más simple de lo que parece: el bienestar es un paquete; los gobiernos sin ningún proyecto o modelo para sus países constatan la terrible realidad de que antes contra yanquilandia se vivía mejor, porque ahora, sin nada que ofrecer a los suyos se ven permanentemente desbordados.
Esto pasa porque además los gobiernos latinoamericanos no han sido capaces —como hijos que son de estructuras normalmente corruptas—, de autodepurarse y prepararse con un modelo nuevo, una administración nueva y una valoración ética distinta.
Por eso, nadie ha tenido el valor o la inteligencia de ponerse delante de la gente para decirles: esto es todo lo que les podemos ofrecer. Y la realidad es que el hecho de que coman más y mejor y que tengan mejores televisores no vendrá acompañado ni de más escuelas, ni de más hospitales ni de más autopistas, ni de más bienestar. Para eso necesitamos años. Y esos años son exactamente los que esta era, esta revolución del aullido, no da. Porque precisamente en nuestra era, y es importante entenderlo, lo primero que murió fue el tiempo.
Todo es ahora y aquí. La tecnología de la comunicación se ha convertido en la principal arma contra los gobiernos. No hay nadie que pueda mantener la ilusión política más allá de la anticipación sexual.
No hay nadie, ningún gobernante que tenga un modelo que ofrecer pero sobre todo, que tenga el valor de declarar oficialmente muerto el siglo XX.
No hay nadie que se atreva a enterrar el Welfare State aunque éste es claramente contradictorio por el simple número de plazas existentes entre los viejos que nos morimos y los jóvenes que llegan. No hay nadie que gobierne y que tenga la autoridad moral, no de vender la utopía (que para eso se la compran ellos solos), sino de explicarles a sus pueblos cómo se puede hacer la utopía porque no lo saben o porque no lo quieren saber.
No hay nadie, en definitiva, que pueda vivir con todo este tsunami de libertad que nos inunda y con toda esta soledad tan terrible en la que vivimos.
Nadie nos obliga a nada. No hay ningún modelo. Los misiles rusos no apuntan hacia América Latina; los estadounidenses, tampoco. Las armas que pueden destruir a la América que habla español y portugués son internas, las tienen el narcotráfico, la corrupción y todos quienes quieren taponar la salida.
Por eso, un mundial de fútbol se convierte en una tristeza en vez de una explosión de alegría. Brasil está sufriendo, por primera vez, la furia social, no contra una dictadura sino contra lo que hoy es el mayor enemigo de América Latina: la desigualdad social.
No basta ya con decir que acabar con la desigualdad es el primer objetivo de los gobiernos. Hay que cruzar ese río, hay que cruzar el Rubicón y explicarles cómo lo van a hacer. No hay tiempo. Es momento de que cada político tenga un plan para mantener vivo hasta donde Dios (y que aquí ponga cada quien el suyo) quiera lo que queda —mucho o poco— para poderlo administrar y compartir con los únicos que de verdad son los dueños del futuro: los jóvenes.
Estamos frente a una gran oportunidad porque esta es una gran crisis. De momento en los países latinoamericanos la gente sólo chilla. Pero no olvidemos: ya hay una Plaza Tahrir; ya hay una Plaza Maidán y no quiero que haya una Plaza del Zócalo o una Avenida Paulista.
Por ello, es preciso exigirle a la clase política latinoamericana que asuma lo que significa gobernar un continente joven. Tiene la obligación de ser capaz de vivir con un modelo propio y no esperar que la represión o la guía venga de fuera como ha sucedido hasta aquí.
Como les pasó a los cachorros supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, a los baby boom, hay que volver a arrancar los adoquines de las calles de las viejas instituciones y pintar en todas las paredes: “Ser realistas, pedir lo imposible”.
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