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CARTAS DE CUÉVANO
Tribuna
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Restos de Cervantes

La osamenta de Miguel de Cervantes está en Macondo, en Comala; en Madrid y en México; está en todos sus lectores

Con estos párrafos intento auxiliar al valeroso caballero que conduce como aspiradora cibernética el poderoso georadar con el que un encomiable equipo de científicos españoles sondean el subsuelo de una tercera parte del Convento de las Trinitarias Descalzas en Madrid. Con sensores térmicos y demás artilugios que podrían ser cosas de encantamiento anunciadas en las caravanas de algún gitano errante, los gambusinos del pretérito van en busca de los huesos de un tal Miguel de Cervantes Saavedra, emperador de los ingenios, dueño de todos los talentos y padre de la novela moderna.

No tengo nada en contra del científico esfuerzo por localizar la osamenta, fémur, tibia y costillas del escritor admirado, pero me preocupa que por andar puntualizando restos se olviden las sumas. Hay que sumar más lectores al caudal de sus párrafos, sumar asombros ante el manantial de todas sus páginas en vida: más allá de cuajar su Quijote, celebrar por ejemplo Los trabajos de Persiles y Segismunda –alucinante novela de invención pura que cuajó al mismo tiempo en que se ocupaba preocupado por terminar la segunda parte del Quijote—y descubrir que gustaba mentarse como poeta o sumar, no sus restos, sino las posibles adiciones que completen su biografía. Cuatro días antes de morir en la calle de León número 20, esquina con la actual calle que lleva su nombre, Cervantes se despide del conde de Lemos y de todos sus lectores de todos los siglos venideros informando que “ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan…” y dos días después, lánguido y rendido ante los estragos de su diabetes, dicta ya sin poder escribir con su pluma de ganso el Prólogo al Persiles donde conserva intacto el pabilo de su inventiva para contarnos que al volver de Esquivias para morir en su querencia en Madrid, fue abordado por un joven admirador, un estudiante al filo de la adulación que con solo verlo exclama “¡Sí, sí, este es el Manco sano, el famoso Todo, el escritor alegre, y finalmente, el Regocijo de las Musas!” a lo que el sobreviviente de Lepanto responde, diciéndole que “Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el Regocijo de las Musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho (…) Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, mis amigos gana de decilla, y yo mayor gana de escuchalla… Tiempo vendrá, quizá, donde anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta y lo que se convenía, ¡A Dios, gracias; a Dios, donaires; a Dios, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”.

Hoy, ya clareado el siglo XXI y sin mermar un megabyte de las increíbles posibilidades electrónicas de los aparatos con los que buscan sus huesos, quizá convenga leer sus párrafos y verlo de cuerpo entero. A decir de él mismo, era de cabello castaño y rostro aguileño con la frente lisa y barbas de plata “que no ha veinte años que fueron de oro”, con luengos bigotes, boca pequeña y tan solo seis dientes. Dice de él mismo que su cuerpo “entre dos estremos, ni grande ni pequeño” con la color de piel “antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies” y declara su nombre y sus principales obras, resumiendo su biografía con que fue “soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades”.

Con la guía indispensable de Martin de Riquer, uno puede leer el Quijote paso a paso, de la mano de las andanzas del ingenioso hidalgo que la escribe para conocerlo más allá de los huesos; con la lúcida y monumental labor que ha hecho Francisco Rico por escudriñar todos los laberintos y todas las etimologías de sus palabras, los días contados de sus muchos días, sabemos que Cervantes fue amortajado con el hábito de los franciscanos, que profesó en la Tercera Orden para precisamente ser enterrado por caridad en el Convento de las Trinitarias donde yace al lado de su mujer y gracias a la útil biografía firmada por Cristóbal Zaragoza contamos con testimonios de quienes vivieron el doloroso instante y sabemos que fue llevado en andas por las callejas del más viejo Madrid con la cara descubierta, mas no consta la leve sonrisa que llevaba congelada en los labios.

Para alivio del equipo de científicos forenses que hoy mismo bucean el subsuelo del convento en busca de los huesos de Cervantes (y con el afán de ahorrarles algunos euros) me permito revelar que el famoso Todo que buscan se encuentra desde siempre en las últimas líneas del primer párrafo de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, allí donde los fundadores de Macondo arrastran dos imantados lingotes que desclavan todos los maderos entre la maleza incierta de toda literatura, en busca de oros tan sólo para desenterrar una vieja armadura del siglo XV, “cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras”. Los restos que buscan hoy los científicos son el fantasma de Alonso Quijano, el Bueno, llamado Caballero de la Triste Figura y de su autor nada manco, vestido de monje con la armadura de sus letras sobre el pecho y el corazón puro de su afecto atrapado en su puño derecho, cuando “José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer”.

Los restos de Cervantes están en Macondo y en los murmullos que se respiran en Comala. Rondan la madrugada que mantiene en vela, hoy mismo en Madrid, a un joven de barba crecida que intenta escribir un cuento que valga la pena y rodean el amanecer de la poeta inédita que abre las ventanas de un jardín para intentar deletrearlo. Los huesos de Cervantes están en los versos de los poetas que tocan el agua con la mirada, capaces de convivir con las olas en pleno laberinto de la Ciudad de México que nos devora y están en las novelas de quienes se enfrentan a toda adversidad posible para narrar una trama que confirme que la realidad no nos basta. Los restos de Cervantes están en todos sus lectores y en las obras de todos los autores entrañables que confunden molinos con gigantes y viajan en caballos de madera, pero también en las bibliotecas tapiadas por la ignorante arrogancia de los que dicen saber algo sin leer una sola página y en los miles de muertos anónimos que esperan justicia en su silencio.

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