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Columna
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La Copa quebrada

Brasil ya ha perdido y ganado el Mundial

Juan Arias

Brasil ya ha perdido y ganado la Copa al mismo tiempo, lo que no supone una tragedia. La ha ganado, fuera de los estadios, porque el país ha madurado y desea algo más que futbol. Quiere una vida mejor y más digna, con el Mundial o sin él.

La ha perdido porque ya no es un secreto que el país del fútbol ha llegado tarde, con estadios -además de millonarios- remendados en el último momento, con posible despilfarro de dinero público, cuando la promesa era que los gastos los sufragarían las empresas privadas. La población, además, no ha obtenido ventajas de las prometidas nuevas infraestructuras, sobre todo de transportes, llevadas a cabo en las ciudades sede de las competiciones. Y en los aeropuertos aún hay obras que deberán ser ocultadas a los turistas.

Y por si fuera poco, como anota de manera aguda Vinicius Torres Freire en su columna del diario Folha de S. Paulo, el Mundial, que estaba llamado a ser una ocasión de fiesta, “está siendo tratado literalmente como una operación de guerra”. Se anuncia hasta el uso del Ejército en las calles por miedo a las protestas violentas y, según algunos, hasta una especie de “Estado de excepción blanco” durante el mes de la competición. ¿Puede la FIFA gobernar un país, aunque sea por unas semanas?

Brasil estaba predestinado a hacer la mejor de las Copas de la historia y le falta poco para que acabe siendo una de las peor organizadas y más criticadas, hasta por los anfitriones. Se ha perdido el Mundial antes de disputarlo, algo que, según escuché en un autobús donde viajaba gente de clase media, avergüenza a los brasileños. Sentí en el aire el eco del complejo de perro callejero que durante tanto tiempo sufrió este gran país, rico y de gentes envidiables por su capacidad de acogida y resistencia al dolor.

Pero Brasil también ha ganado el Mundial, haya o no manifestaciones callejeras en contra. Lo ha ganado por una razón muy simple y hasta paradójica: porque la mayoría de los brasileños ha revelado que, si pudieran decidir, no votaría para que el campeonato se celebrara aquí, 64 años después del de 1950, tristemente famoso por el gol con el que Uruguay ganó a Brasil en el Maracaná recién estrenado.

El hecho de que los brasileños, sin renunciar a su pasión por el balón -que llevan impresa en su ADN, en su sangre y en su cultura- ya no se sientan solo hijos del futbol y sueñen más alto, es más que ganar el Mundial.

Es un país que ha crecido, ha madurado, se ha desarrollado económicamente desde aquel fatídico 1950, y ha tomado conciencia de que no debe ser amado y admirado en el mundo solo porque sabe chutar como pocos un balón, sino también porque es capaz de exigir lo que le pertenece y merece.

Aún hay familias pobres de las favelas que sueñan con la posibilidad de que alguno de sus hijos pueda ser un nuevo crack del fútbol para sacarlas de apuros económicos. La mayoría, sin embargo, tiene otros sueños para sus hijos. He escuchado incluso de gentes de familias sencillas que hay dos cosas que ya no querrían para sus hijos: que fueran policías o futbolistas. Es un cambio de paradigma que revela, más que muchos sondeos científicos, cómo ha cambiado este país.

Las autoridades están cada día más nerviosas por temor a las manifestaciones. Temen también los políticos que Brasil pueda, de nuevo, perder la Copa.

Ese miedo indica que no han entendido que para este país ya no es esa la mayor preocupación en la calle, donde un grupo de pescadores a los que les pregunté si estaban nerviosos por el campeonato me respondieron: “Aquí, señor periodista, esta vez no hay clima de Copa. Nos preocupan otras cosas”.

Seguro que esta vez, si Brasil vuelve a perder -y otra vez en el Maracaná- no veríamos a nadie tirarse desesperado de un puente. Brasil sufre hoy con la inflación disparada y la precariedad de los servicios públicos. Preocupa la barbarie de los linchamientos que revelan también una falta de credibilidad en las autoridades del Estado incapaces de proteger.

Los brasileños disfrutan hoy con el deseo de superarse, de ganar el tiempo perdido reciclándose profesionalmente para poder dar un salto social y, de ese modo, estimular a sus hijos a no perpetuar la fatalidad de la pobreza material y cultural de sus padres y abuelos.

Hoy, que se hacen sondeos sobre todo lo habido y por haber -hasta sobre las minifaldas de las mujeres que provocan a los hombres- sería interesante que preguntaran a los brasileños con qué sueñan despiertos, si es con ganar la Copa o con poder tener una vida sin agobios económicos, con un Gobierno que les devuelva en servicios decentes el sacrificio de tantos impuestos, un futuro con menos violencia, con menos desigualdades insultantes. O la posibilidad de poder disfrutar de algunas de las cosas materiales o espirituales que, hasta ahora, solo han visto aprovechar a un puñado de privilegiados.

En todo el mundo los dictadores, de derechas e izquierdas, han usado el deporte, y especialmente el fútbol, para emborrachar a la gente y distraerla de sus verdaderos problemas y anhelos.

Hoy los brasileños no cambiarían, sin embargo, ganar el Mundial a costa de seguir sufriendo las garras de la pobreza y la exclusión que los atenazaron tantos años. Prefieren perderlo si ello supusiera poder disfrutar de una mayor democracia.

¿Y si la ganara? Entonces la ganaría dos veces, pero la Copa no sería la razón principal de su felicidad. Sería solo un buen postre después del plato principal. Y ese plato es un Brasil que ya no aceptaría volver a perder su democracia para hundirse de nuevo en el túnel de la dictadura; un país que, a pesar de estar viviendo un momento difícil en su economía, sigue siendo uno de los países más ricos del planeta y aspira a ganar muchas otras batallas. Si fuera necesario, volvería a salir a la calle para hacerse escuchar.

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