El silencio del náufrago
EL PAÍS visita al pescador salvadoreño que afirma que pasó 13 meses a la deriva en el Pacífico Algunos piensan que Alvarenga es un embustero, aunque él parece indiferente a todo Su padre sueña con salir de pobre vendiendo la historia de su hijo: "Es una chibolita de oro"
Algunos piensan que José Salvador Alvarenga es un embustero. Su padre sueña con que su historia los saque de pobres. Él, mientras tanto, se come una manzana.
–¿Te apetece ir a Chiapas?
–Sí.
En las últimas semanas, el pescador de tiburones ha contado que su compañero de viaje se murió más o menos a los tres meses después de naufragar. Se llamaba Ezequiel Córdoba Ríos y tenía 22 años, quince menos que él. El psiquiatra que atiende a Alvarenga desde que lo trajeron a El Salvador dice que cuando les empezó a contar la historia no quería abordar ese tema. “Él mismo sabía que lo acusaban de habérselo comido. Y decía que cómo se iba a comer al compañero si tenía peces”. El doctor Ángel Fredi Sermeño, del hospital público San Rafael, dice que según el relato del náufrago su compañero intentó comer los peces crudos pero los vomitaba, y que ese fue su mayor trauma, ver que fallece poco a poco hasta que muere y le toca tirarlo al mar. Para el viernes 14 de marzo Alvarenga tenía programado un viaje con sus padres para ir a ver a la madre del difunto a la costa de Chiapas, donde él trabajó durante más de una década. Los billetes de avión de ida y vuelta de San Salvador a México DF y de ahí a Chiapas se los pagó una empresa de gasolineras. Alvarenga va mordiendo el cuerpo de la manzana. Las mondas las deja en una servilleta.
–¿Qué te gustaba de Chiapas?
–La pesca.
–¿Es lo que más te gusta, pescar?
–Sí.
–Pero ahora le tienes miedo al mar.
–Un poco.
–¿Cuántos tiburones pescaste en Chiapas?
–Toneladas.
–Cómo.
–A golpes con un leño, en la cabeza.
Hace un rato estaba comiéndose una ensalada. Fue uno de los pocos momentos en que dijo más de dos frases seguidas. Explicaba que siempre le ha gustado cazar animales con una honda. “Conejos, pájaros, de todo. Con la hondilla. En México a las hondillas les llaman resorteras. E iguanas”; “garrobos”, tradujo su mujer, que está sentada con él en la mesa del patio cubierto de la vivienda. Cuando lo trajeron a El Salvador después de encontrarlo en un atolón de las Islas Marshall, Areli Barrera llevaba ocho años sin ver al padre de su hija Fátima, una adolescente que está junto a ellos sin decir nada. Alvarenga muerde un rábano y cuenta cómo se caza una iguana. “Están en las ramas. De cerca les sueltas una piedra. Son muy mansas”. Después se comió un tomate. Luego llegó su padre, le cogió del plato una rodaja de pepino y se volvió a la sala, donde se estaba discutiendo desde hacía más de una hora sobre cómo aprovechar la historia de Alvarenga, sin que Alvarenga, en el patio, colocado de espaldas a ellos, les prestase ninguna atención.
En la sala estaban sus padres, su “apoderado”, un voluminoso abogado que fue amigo suyo desde pequeño, y una abogada de la capital, San Salvador, que había venido a la costa, al pueblo del náufrago, a Garita Palmera a pedir en nombre de los cuatro hermanos que tiene en Maryland que a ella también le dejen ir viendo los papeles que van haciendo, cosa que al apoderado le disgustó. De la sala llegaban palabras sueltas como “contactos”, “amigos”, “Shakira”, “ministro”, “remesa”, “mentira”, “dinero”, “fondo”, “cuenta” o “Salvador”. Pero ahora mismo son las cuatro menos veinte de la tarde y Alvarenga se sigue comiendo una manzana mientras ellos continúan hablando en la sala del potencial económico de un naufragio.
–¿Has estado en México DF?
–Sí. No me gustó.
–¿Qué viste?
–Cosas, edificios, más gente.
Dado que ha dicho que no va a contar nada de su supuesta deriva de 13 meses en el océano Pacífico, la entrevista se va centrando en cualquier otra cosa, aunque Alvarenga, que parece parco, o quién sabe si estará atascado por la experiencia que dice que pasó, tampoco hace ningún esfuerzo por conversar de otras cosas.
Lo de no hablar del naufragio lo dejó claro su padre al principio, hace un par de horas, cuando al lado de su hijo se le explicó en el patio trasero, un terreno polvoso de árboles y de aves sueltas, que había un gran interés por conocer los detalles del asunto pero sin pagar nada a cambio. Don Ricardo dijo: “La historia de él no se puede regalar. Es una chibolita de oro”. Su hijo no decía nada, apenas ratificaba con gestos que tampoco le parecía bien hablar sin cobrar. Su padre lo miró con una sonrisa ansiosa bajo su bigotillo, como un pirata de cuento que entreabre un cofre de piedras preciosas. “Él es un oro ahorita”. Don Ricardo va en chancletas. Sus pies están resecos y arrugados. La uña del dedo gordo derecho la tiene partida de un golpe que se dio con la honda cazando iguanas. Siempre ha trabajado en el campo, y dice que aquí no hay manera de vivir bien, ni con la pesca ni con la agricultura. “Sembramos por no estar solo durmiendo”. Y que por eso “no tiene cuenta” regalar la historia de su hijo, encima de lo que tuvo que pasar para sobrevivir. “Con dinero fuéramos felices”, dijo. Por el patio andaban pegados dos polluelos blancos de aspecto extraño. Con mucho plumaje, como bolas de nieve, y con una cresta en la cabeza parecida a la del Pájaro Loco. Es una raza que se trajeron de Guatemala, cuya frontera está a unos 15 kilómetros de aquí. Después del diálogo del patio trasero es cuando Alvarenga pasa al patio interior, se sienta en la mesa con su mujer y con su hija y de tanto en tanto va respondiendo algo sobre cualquier otra cosa que no sea el naufragio.
–¿Cómo eran las personas que te encontraron?
–No me acuerdo.
El intermediario de la visita fue su abogado. Para ir a Garita Palmera, Benedicto Perlera esperó a mediodía en una gasolinera que está a una hora de camino desde la capital. Estaba dentro de un cochecito de autoescuela con su esposa y con otros comiéndose una bandeja de pollo. Se presentó como “abogado y empresario”. Al cabo de un rato de recorrido hacia la costa contará que también ha sido militar, y que pasó un tiempo en Estados Unidos en la Escuela de las Américas especializándose en manejo de obuses. Según lo que Perlera dice que le ha relatado su amigo Alvarenga, las personas que se lo encontraron en el atolón Ebon de las Islas Marshall eran aborígenes. “Al principio tuvo terror al ver a gente negra, porque no hablaban en su idioma y él no entendía nada, pero lo llevaron con el jefe y lo tuvieron acostado tres días, y lo cuidaban allí los negros”. Perlera dice que antes de eso el náufrago se encontró en la playa con un montón de culebras de mar y que tuvo que subirse a un poste para que no le picaran.
La versión que recogió en las propias Islas Marshall la agencia France Presse es menos exótica –pero no tanto–: Alvarenga llega a Ebon en calzoncillos y con el cabello y la barba muy crecidos. “Consiguió arrastrar su embarcación a nado hacia la orilla”, dice a la agencia la alcaldesa del atolón. El náufrago se duerme en la arena. Lo despierta el canto de los gallos. Al lado hay otra isla separada por un brazo de mar en la que hay solo dos habitantes que lo ven desde allí gritando en una lengua incomprensible y agitando los brazos con un cuchillo en la mano. Cuando se acercan, él acaba por soltar el cuchillo y se desmorona en la playa. Los dos habitantes le preparan unas tortitas. Uno de ellos se va a la isla principal a avisar del hallazgo y la alcaldesa forma un gabinete de crisis compuesto por el jefe de sanidad, el comandante de policía y la única residente extranjera del atolón, una estudiante noruega de antropología. Van a ver a Alvarenga y le llevan cocos y plátanos. Resulta que el hijo de la alcaldesa había aprendido algo de español viendo una serie de dibujos animados y gracias a eso consiguen comunicarse con él. Hasta aquí la versión de France Presse. Lo del hijo de la alcaldesa coincide con lo que cuenta en una hamburguesería de San Salvador el psiquiatra del náufrago, el doctor Sermeño, con la diferencia de que él no habla de un hijo sino de una hija –“una niña que medio le entendía el español”– y que no menciona la serie de dibujos. Su paciente ha dicho que el 17 de noviembre de 2012 salió de la costa de Chiapas a pescar tiburones con su compañero y que una tormenta les averió el motor. El 30 de enero pasado se lo encontraron solo a más de 10.000 kilómetros de distancia. La historia parece increíble. Tanto como que en las primeras fotos que le sacaron tuviese unos cachetes impropios de un naufragio de esa duración. Pero de momento no hay ninguna explicación alternativa de cómo pudo aparecer en una playa de Micronesia un pescador salvadoreño semidesnudo con una lancha artesanal de siete metros de eslora y de matrícula mexicana. En cualquier caso, de camino a Garita Palmera, el abogado dice que los que dudan es porque tienen “una envidia insalubre”. Según Perlera, la gente no es capaz de creerlo porque no sabe hasta dónde llega “el coraje” que te enseña la vida en la costa. Cuenta que desde niños él y Alvarenga se ganaban la vida pescando, que el tiburón se pesca “con una tiradera de 500 anzuelos y 100 boyas” y que el tiburón blanco es capaz de sentir “el chuquillo” del que va en la lancha. “El chuquillo es como el sudor, lo que vos desprendés; el peste lo siente el tiburón y te detecta a vos”. Dice que si haces bulla el tiburón ataca, y que su amigo, por el contrario, se acostaba en silencio y los tiburones blancos le pasaban alrededor. Ya casi llegando al pueblo se atraviesa un puente sobre un río en el que apenas se ve el agua, porque toda la superficie está verde, llena de nenúfares.
–Este es el río del Chino –indica Benedicto Perlera–. Acá hay lagartos a morir. Y ese verdín se llama ninfa, es un monte que se cría encima del agua y echa una flor rosadita y moradita bella para el jardín.
En El Salvador es temporada seca. Desde la carretera se ven caballos y vacas flacos. Poco después del río está el campo de fútbol del San Gerardo, el equipo en el que José Salvador Alvarenga –conocido por los demás como Chele Cirilo o El gusano de queso– jugaba de defensa cuando era joven. Al llegar a su casa, la primera que está presente es su madre, María Julia Alvarenga. Dice que tiene 54 años y que nació en esta misma casa. La vivienda está al borde de una pista sin asfaltar, en una finca de un propietario de tierras para el que trabajaban y que antes de morirse les dijo que se podían quedar allí. Cuando ella se pone a recordar lo que cultivaban, maíz, cacahuetes, aparece su hijo con el pelo recién duchado, saluda sin expresión y se echa en una silla de plástico.
–¿Qué tal estás de salud?
–Un poco bien. Me duele el cuerpo, los pies.
–¿Un poco bien es bien o mal?
–Entre bien y mal.
Eso es todo, para empezar. Por el pasillo de entrada al patio interior de la casa aparece un anciano de pelo blanco y llena el silencio con emoción evangélica.
–Este es el hijo por el que tanto sufrías –le dice a la madre–, ¡bendito y alabado sea el nombre de Dios!
–Amén, hermano, amén –responde ella con menos brío.
El anciano dice algo más sobre Jehová y sobre los brazos de Dios y se queda sentado al lado del náufrago. Entonces la madre explica que se hizo cristiana hace dos años. Pertenece a la Iglesia del Príncipe de la Paz. Antes de eso nunca iba a la iglesia.
El anciano retoma su mensaje.
–Yo he llorado y he orado desde que lo vi en los canales de la televisión. Esto que Dios ha hecho es maravilloso.
–Grandísimo, hermano –le dice ella.
En la entrada de casa tienen una tienda de abastos. Doña Julia dice que se enteró de lo de su hijo por una llamada de teléfono, y que luego vio la noticia en la televisión. No dice más que eso, nada de lo que sintió o de cómo reaccionó. En vez de eso le grita una orden a sus nietas: “¡Vayan a despachar, niñas!”. La señora tiene nueve hijos. Hacía ocho años que no tenían noticia de José Salvador.
–¿Le ha preguntado por qué no la llamaba?
–Porque perdió el número de teléfono, dice, y se le olvidó todo.
A las cuatro y cuarto de la tarde, después de la ensalada y de la manzana, Alvarenga se levanta, abre la nevera otra vez, saca un táper y se sirve un plato de ceviche. Tiene un mentón fuerte, con el labio de abajo algo más adelante que el de arriba, la nariz chata, el cuello como un tronco y la cabeza cuadrada. Lleva el pelo corto pero se ha dejado atrás un mechón largo sin cortar para que le sirva de recuerdo del mar. Él pidió que le dejasen el mechón cuando le cortaron el pelo en el hospital de las islas Marshall.
–¿Te lo cortó un hombre o una mujer?
–Era un maricón.
–¿Y cómo lo sabes?
–Porque hablaba como una mujer.
Su psiquiatra lo define como “una persona sencilla”. Al llegar al hospital San Rafael lo metieron en cuidados intensivos, y a los dos días lo pasaron a un cuarto privado donde le hicieron un examen mental. Le diagnosticaron estrés postraumático. Trastornos de sueño. Episodios de “reexperiencia”: recordar despierto lo vivido, soñarlo durmiendo. Talasofobia, que significa miedo al mar. Sermeño dice que el hospital se dividió entre los escépticos y los que lo consideraron un héroe nacional. El doctor piensa que no miente. “Cuando alguien le pregunta, él dice que no le importa si le creen o no. No es una persona empecinada en que le crean”. Menciona el antecedente de unos pescadores mexicanos que aparecieron en 2006 en las islas Marshall después de nueve meses de naufragio, y un análisis que ha hecho la Universidad de Hawái sobre el caso de Alvarenga cuya valoración es que la duración de su deriva y la relación entre el punto de partida y el punto final son consistentes con las pautas de circulación de las corrientes y de los vientos en esta franja del Pacífico.
El doctor Sermeño, que sigue tratándolo desde que salió del hospital, dice que esta historia solo puede ser “cierta o muy fantástica”, y que después de haber estudiado a su paciente ha llegado a la conclusión de que es una historia “demasiado fantástica para que él se la haya podido inventar”. Cinco semanas después de su aparición, Alvarenga está rechoncho y tiene barriga. En las primeras fotos estaba más fino pero no esquelético, como se asume que se debe quedar uno después de pasarse más de un año perdido en el mar sin provisiones. El doctor objeta que la desnutrición también puede causar acumulación de líquidos. El náufrago tampoco tenía la piel quemada. Dice su psiquiatra que la tenía “amarillenta”, y que él les contó que se protegía del sol dentro de la hielera que tenía para guardar tiburones. Lo que más le sorprendió a los médicos es que no tuviera escorbuto por falta de vitaminas, pero se conoce que comiendo animales crudos se puede paliar esa carencia. Alvarenga ha contado que se alimentó de aves, tortugas y pescados que cazaba en el mar. En la sangre traía una infección de parásitos. El doctor cree que si hubiese pasado unas semanas más sin tratamiento, eso lo habría matado de un fallo multiorgánico.
Esta tarde, Alvarenga viste una camisa azul y un pantalón pirata, de esos que llegan hasta la espinilla. Lleva chancletas y tiene los tobillos deformes de tan hinchados. En la sala todavía no han dejado de discutir. “Seremos brutos, pero podemos entender”, se oye a la madre. Dentro de unas semanas, en el Congreso salvadoreño se votará una iniciativa para concederle una distinción a su hijo. El impulsor de la idea, el diputado Guillermo Gallegos, dice que tiene “certeza” de que la historia es verdad. La única duda que alberga es la clase de honor que le corresponde. “Tenemos hijo meritísimo, héroe salvadoreño y notable salvadoreño. Aún lo estoy evaluando”. Sobre las cuatro y media, uno de los pollos blancos reaparece por el patio cubierto y se pone a picotear una hoja de verdura que está tirada junto a la nevera. El náufrago pone la vista en el pollo. “De todo come”, dice, y luego se levanta para ponerse otro plato de ceviche.
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