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Columna
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¿Se están endureciendo los brasileños?

Da la sensación de que la gente está crispada, lo que la lleva a tomarse la justicia por su mano y ver la venganza como una medicina eficaz

Juan Arias

No sé si es bueno o es malo, pero existe una sensación, cada vez más palpable, de que los brasileños, gente cordial, se están endureciendo. Son solo síntomas aún, pero que empiezan a afectar a todo el país.

Siempre he destacado que los brasileños acaban conquistando a los extranjeros por su capacidad de acogida, por su paciencia, por su elasticidad y por su falta de agresividad, algo que, por ejemplo, nos aqueja a los españoles, más impacientes.

Eso se notaba hasta en la calle cuando preguntabas algo; en las tiendas, donde eras atendido con una gran paciencia, algo que deja admirada a mi hija cada vez que viene de Barcelona a Brasil: “¿Es que aquí son todos tan amables siempre?”, me preguntaba sorprendida.

Yo mismo he contado mil anécdotas agradables que he vivido en el trato con la gente en los 15 años que llevo en este país escribiendo para este diario. Entre ellas, la solidaridad con quien, en algún momento, necesitaba de ayuda.

¿Todo eso ha cambiado? Quizás aún no. Los procesos de cambio negativos en una sociedad son lentos, necesitan a veces años para consolidarse y suelen ser el fruto amargo de alguna crisis que la aqueja gravemente, como ocurrió últimamente en algunos países de la Unión Europea en los que la crisis económica y el desempleo que arrastró consigo hicieron que dichas sociedades se crispasen.

En Brasil no existe una situación que pudiera explicar ese endurecimiento que empieza a observarse en las personas. El país, en muchos de sus parámetros, ha mejorado y, en general, se vive mejor que hace 20 años. Algo, sin embargo, está ocurriendo, aunque por ahora sea más bien de modo subterráneo. Da la sensación de que la gente está crispada con algo que la lleva a tomarse la justicia por su mano o a ser o parecer menos solidaria cuando alguien pide ayuda. Empieza a verse la venganza como una medicina eficaz, algo sobre la que empiezan a alertar sociólogos y escritores. Barbara Musemeci, en su artículo de irónico título Injusticia con las propias manos, publicado en el diario O Globo, alerta sobre el momento que está viviendo Brasil, al afirmar que “la experiencia no deja dudas de que la venganza es un atajo para eternizar la violencia”. La socióloga recuerda que “la idea que sustenta la venganza empieza a enraizarse en nuestra cultura”.

El agudo escritor Verissimo en su artículo Alarma, publicado el mismo día y en el mismo diario, advierte de que existe un momento en las sociedades en que empieza a sonar una alarma y que lo difícil y peligroso es saber cuando esa alarma ya se ha disparado. Pone el ejemplo de la tragedia judía de Hitler. ¿Cuándo sonó la alarma que presagiaba el Holocausto? El agudo escritor afirma que ante “la falta de un centinela” que nos alerte de que “los bárbaros están llegando”, debemos confiar en nuestro instinto. Y ese instinto es el que empieza a avisarnos de que una cierta barbarie se empieza a incorporar a una sociedad que tuvo siempre vocación de civilización y de convivencia.

Estamos viendo, por ejemplo, que la gente aboga por la silla eléctrica para los “bandidos” y, lo que es peor, que defiende el linchamiento de alguien que haya robado o asaltado, con la excusa de que el Estado “se limpia las manos” y que los políticos viven blindados y escoltados y no se enteran del miedo que la gente tiene en la calle, sobre todo en las grandes ciudades.

Damos por bueno que el policía, solo por ser tal, merece ser objeto de violencia llegando a borrarse la frontera entre el corrupto y el que se esfuerza por cumplir su deber.

Una dureza y violencia que ejercen hasta los que asaltan, que ya no se conforman con robar al que pasa a su lado, sino que acaban hiriendo o matando de forma gratuita. Así lo contó a un diario un ciudadano: en el Aterro do Flamingo, en Río, un joven no se conformó con robarle su bicicleta eléctrica, sino que le dejó de regalo una puñalada en el pecho que pudo haber sido mortal.

¿Por qué esa violencia añadida?

En las cárceles siempre hubo escenas de violencia gratuita, pero al parecer esos horrores se están agravando al mismo tiempo que la policía, quizás contaminada por ese despertar de dureza colectiva, acaba pagando con la misma moneda en vez de ser un elemento de seguridad ciudadana.

Yo suelo estar atento a las cartas de los lectores de los periódicos o de los comentarios en los artículos de los diarios online, que suelen ser un termómetro del humor de la gente. Y también esos comentarios se están radicalizando y cada vez más, en vez de las reflexiones de antaño, abundan los exabruptos y los insultos contra todo y contra todos. Existen hasta blogueros pagados para desacreditar a los que piensan de otro modo.

El diapasón de la violencia está aumentando de volumen. Hasta en las favelas pacificadas de Río están volviendo peligrosamente las viejas guerras entre traficantes y policías.

En los estadios de fútbol sube la temperatura de la intransigencia ante la derrota del propio equipo, lo que lleva a las agresiones de los adversarios.

En las manifestaciones, que deberían ser pacíficas como siempre fueron las multitudinarias del pasado, se están introduciendo cada vez más los grupos violentos azuzados, al parecer, hasta por fuerzas políticas que deberían ser las guardianas del orden.

Crecen la violencia doméstica, la violencia contra la mujer y la violencia entre adolescentes. Cada día los medios e comunicación nos relatan crímenes dentro de las mismas familias que ponen la carne de gallina.

La violencia no solo se extiende sino que se está brutalizando.

Esa sensación de endurecimiento a varios niveles empieza a preocupar a sociólogos y psicólogos y divide a veces a los que deberían atajar ese principio de endurecimiento de la sociedad al politizar la violencia, distinguiendo entre violencia como tal -que sería condenable- y violencia social, que podría ser permitida, aceptando la falacia de que los fines justifican los medios.

En una sociedad como la brasileña, destacada por su capacidad de aceptación del extranjero, por su poco aprecio por las guerras y por su gusto por la vida y por la fiesta, su ejemplo de convivencia pacífica entre regiones tan diferentes y su ecumenismo religioso, la violencia estaba limitada al tráfico de drogas y a las truculencias de una policía poco preparada y, a veces, corrupta. Por eso debe alertarnos, como la alarma de Verissimo, esa especie de endurecimiento generalizado que empieza a advertirse y al que no estábamos acostumbrados.

Y aunque hasta ahora se trata más bien de pequeños síntomas, no por ello las autoridades responsables deben minimizarlo. Todos sabemos muy bien que los incendios que acaban arrasando los bosques comienzan a veces con una colilla de cigarro tirada en el suelo. Y cuando en nuestro organismo se aprecian algunas décimas de fiebre, el médico se preocupa por saber a qué responde esa anomalía.

Todos los fascismos de derechas o de izquierdas mamaron desde su infancia de la fuente emponzoñada de la violencia gratuita y de la intolerancia y la venganza.

Brasil, en el delicado y peligroso camino de la agresividad que empieza a despertar, en ese querer adueñarse del derecho de hacer justicia con sus propias manos, aún no ha activado la alarma. Pero las décimas de fiebre que ya registra el termómetro de una cierta intolerancia colectiva no puede dejar de preocuparnos: quizás ninguna de nosotros es inocente y la sociedad no se divide de manera salomónica en víctimas y verdugos.

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