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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Naufragios

Cualquiera tiene que asumir el triunfo de las derrotas para intentar la supervivencia del temporal

En periódicos y noticieros del mundo entero aparece el rostro sonriente de José Salvador Alvarenga, pescador salvadoreño que había vivido quince años en México. El jueves pasado llegó al atolón coralino de Ebon, en las islas Marshall, luego de un naufragio de más de un año en altamar, habiendo salido de las costas de Chiapas a finales de 2012. El sobreviviente ha dicho que salió a pescar con un acompañante y que fueron sorprendidos por una tormenta feroz que los echó a la deriva en el ancho mar llamado Pacífico. Al no poder digerir pescados crudos, el adolescente que lo acompañaba murió en los primeros meses de la aventura, mientras Alvarenga se mantuvo a flote y vivo con agua de lluvia, carne de tiburón y sangre de tortuga… y sin embargo, quien vea al personaje en la televisión se contagia de una suerte de incredulidad instantánea, ese escepticismo innato que suscitan los asombros inexplicables. Se hilan entonces conjeturas y preguntas que en realidad quizá no tengan respuesta: que si no se ve famélico, que si el sol debió quemarle más la piel del rostro o que si debería tener el pelo más largo. Surgen también comparaciones con Robinson Crusoe, con el tigre digital de La vida de Pi o con los otros casos sonados de náufragos que bogaron durante meses sobre el terciopelo azul del más inmenso silencio y finalmente llegaron a la milagrosa salvación, para así desfilar por las marquesinas de unos quince minutos de fama y luego, volver a la vida de siempre.

En medio, queda un oleaje de silencio y una neblina de escenas que todos imaginan, quizá inverosímiles o incluso ajenas a los recuerdos del protagonista y ya para antojo de guionistas. Hablo de quienes toman ejemplo de perseverancia en sincronizar su voluntad con la fe en Dios que declara el náufrago o quien se pregunta cómo resistir el tedio de todos los días sin fumar y sin música o quienes ven en los relatos extraordinarios un espejo fehaciente de la rutina cotidiana y las maneras en que uno mismo se halla al filo de abismos que parecen imposibles y toma como advertencia los adormecidos recursos y posibilidades que transpira la soledad. Como arma de dos filos, la voz más íntima en medio de la absoluta oscuridad opta por comer tortugas crudas o dejarse adormecer por el oleaje que lentamente ha de absolver cualquier intento de respiración.

Al mismo tiempo, Carlos Arribas informa en las páginas de este diario de la increíble y triste historia de Ian Thorpe, nadador olímpico australiano que fue encontrado como pez fuera del agua, divagando y deambulando erráticamente, víctima de una profunda depresión edulcorada con lo que al parecer es un abuso crónico de medicamentos. Ganador de cinco oros olímpicos, tres medallas de plata y una de bronce, Thorpe fue el héroe en once mundiales de natación y de pronto es detenido por la policía en la más desoladora madrugada de su propio infierno. A los 31 años de edad, Ian Thorpe cumple diez años de haber sido figura en todos los encabezados de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, que hace dos años intentó recuperar sin éxito al fracasar en su intento por clasificarse a los Juegos de Londres 2012. El reportero informa que en los solitarios laberintos de su voluntad, Thorpe se convencía a sí mismo en los entrenamientos “como si solo en el agua encontrara el oxígeno que le permitiera seguir viviendo”, envuelto en un sueño amniótico que desde niño lo había contenido y ayudado a liberarse de los indicios de un autismo infantil que lo horrorizaba. Algo similar a lo que declara haber vivido Michael Phelps quien también brazada a brazada rompía las aguas de todos los días hasta hallarse náufrago, lejos del agua, en los humos de una pipa de mariguana. Lejos de la rutina, allí donde los afectos se llevan en mente como tatuajes, cualquiera tiene que asumir el triunfo de las derrotas para precisamente intentar la sobrevivencia de todo temporal, pero las circunstancias se pueden volver marea y en la repetición constante de sus olas no todos digieren pescados crudos.

Gabriel García Márquez publicó con el resumido título de Relato de un náufrago el cuento verídico que vivió el marinero Luis Alejando Velasco, tripulante de un buque militar colombiano que oficialmente había naufragado a causa de una tormenta para luego descubrirse que había sido por descargar contrabando que habían caído al agua él y sus compañeros. García Márquez publicó la crónica en las páginas del periódico “El Espectador” de Colombia a lo largo de veinte días consecutivos, cada entrega haciéndose eco de cada uno de los días con sus noches en que el Náufrago sobrevivía a flote, sin agua y sin comida en medio de un vacío, sin saber que los lectores habrían de consagrar a la historia no sólo como una más de las geniales crónicas de un escritor que se volvería incandescente con sus letras, sino un autor capaz de convertir en literatura pura la historia de una vida no inventada que se niega a volverse anónima. Un ejercicio que quizá debemos emprender todos, todos los días, al salir del puerto seguro de nuestras almohadas y emprender el sueño incierto de todas las noches.

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