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Tribuna
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Escuchen lo que dicen las autodefensas

Aunque la lucha de las autodefensas en Michoacán, México, ha cobrado una gran relevancia a nivel internacional, el fenómeno no es nuevo. Solo el Alzheimer social que provoca la avalancha de los medios electrónicos –nada es más viejo que el Twiter de hace dos minutos—puede hacerlo creer. En México se remonta a 1994, con el levantamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el sureste mexicano, Chiapas. El EZLN se ha mantenido desde entonces en estado de autodefensa. La siguieron, en 1995, la Policía Comunitaria de Guerrero, que controla 12 municipios de esa zona y, en 2011, en el propio Michoacán, el pueblo indígena de Cherán. Todas esas zonas son unas de las más seguras del país. Su resurgimiento obliga, sin embargo, a hacer una breve historia para comprenderlo mejor.

Desde el levantamiento del EZLN, que visibilizó el dolor y la explotación de las comunidades indígenas y puso al desnudo la deuda que el Estado y el país entero tenía y continúa teniendo con ellas, el zapatismo señaló en su crítica “al mal gobierno”, que si el Estado no cambiaba de dirección y se ponía al servicio de la gente, “abriría –escribió el Subcomandante Marcos, vocero del zapatismo-, las puertas del infierno”.

El gobierno de Carlos Salinas de Gortari, pese a las grandes movilizaciones nacionales que apoyaban al zapatismo, administró el conflicto, aisló al movimiento y continuó su marcha. Lentamente, a fuerza de corrupción y de servir a los capitales, vinieran de donde vinieran –muchas jefaturas de policía le fueron entregadas al crimen organizado-, el Gobierno de Salinas fue creando un caldo de cultivo donde, al lado de las grandes empresas legales, que ocupaban territorios, destruían las economías locales y desplazaban gente, las empresas ilegales del narcotráfico se iban instalando en el Estado y en el país de formas cada vez mayores y diversas.

La transición democrática del 2000, que llevó al Partido Acción Nacional (PAN) y a Vicente Fox al poder, no cambió nada. Simplemente ahondó el problema. La misma corrupción, la misma apertura a los capitales legales e ilegales y la misma entrega de las policías al poder del crimen continuó su camino.

La llegada de Felipe Calderón no hizo más que estallar el problema. Cuestionado en su legitimidad decidió, como una manera de obtenerla, no hacer, junto con los partidos, una necesaria limpieza y reestructuración del Estado, sino sacar al ejército a las calles para combatir al narcotráfico. Su primera acción fue en Michoacán. Desde entonces, México, a pesar del cambio de gobierno en 2013, que llevó nuevamente a la presidencia al partido de Salinas de Gortari en el figura de Enrique Peña Nieto, entró, como lo anunciaron los zapatistas, en el infierno y en una espiral de violencia solo comparable a la que vive Siria en estos momentos. A los casi 100.000 muertos, 30.000 desaparecidos y 300.000 desplazados, que desde 2006 a la fecha ha cobrado esta guerra, se suma una gran franja de ciudadanos sometidos al secuestro, a la extorsión, a la trata, al cobro de piso, y a la dolorosa cifra del 96% de impunidad.

En 2011, a raíz del asesinato de mi hijo Juan Francisco y de siete personas más por células del cártel del Pacífico Sur en Morelos -células que, desde el asesinato de Arturo Beltrán Leyva por fuerzas de la Marina, ya nadie controlaba-, se gestó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD). Este Movimiento que, al igual que lo hizo el zapatismo en su momento con los pueblos indios, visibilizó a las víctimas de la guerra, movilizó a la nación y trazó una ruta de salida a la guerra: justicia para las víctimas, cambió en la estrategia de seguridad nacional por una estrategia de seguridad humana y ciudadana, limpieza de las filas del Estado y de los partidos de delincuentes, reforma política, democratización de los medios y reducción de la impunidad. Después de tres años de lucha no violenta y diálogos con los poderes logró muy poco. La impunidad, los crímenes, los secuestros, las desapariciones, los desmembramientos, las extorsiones, los cobros de piso continuaron.

Aunque desde su llegada al poder, en 2013, el gobierno de Enrique Peña Nieto se empeñó en cambiar la percepción -asumió la deuda que el Estado tiene con las víctimas promulgando la Ley General de Atención a Víctimas promovida por el MPJD, generó reformas estructurales para darle confianza a la comunidad económica internacional e invirtió grandes cantidades de dinero para cambiar la imagen del país-, la realidad ha seguido siendo la misma.

Lo que el gobierno de Enrique Peña Nieto ha querido ocultar debajo de la alfombra reapareció nuevamente bajo el rostro de las autodefensas en Michoacán. Estos grupos de ciudadanos armados han mostrado: 1) que el Estado, como lo señalaron el zapatismo y el MPJD en su momento, está profundamente corrompido, penetrado por el crimen, lleno de impunidad, de víctimas sin justicia, de desaparecidos, de extorsiones, de secuestros, de violaciones y terror. 2) Que México vive una emergencia nacional y una tragedia humanitaria no asumida por los gobiernos en su justa y espantosa dimensión. 3) Que frente a la ausencia de Estado y la violencia atroz es un deber legítimo de los ciudadanos tomar las armas para defender su dignidad. 4) Que una ciudadanía unida y bien dispuesta es más efectiva y eficiente que un Estado deteriorado hasta la inexistencia: en menos de dos semanas, las autodefensas han logrado lo que en siete años el Estado no ha logrado con armamento y servicios de inteligencia altamente sofisticados: acorralar al crimen organizado.

Las autodefensas, contra lo que el gobierno quiere hacer creer, no están contra el Estado, están a favor de él. Su condición de resistentes y sus denuncias apuntan a un intento de recomponerlo de otra manera para salvarlo. No es otra cosa lo que dicen las declaraciones del doctor Mireles, el líder moral de las autodefensas en Michoacán: "Estamos dispuestos a desarmarnos cuando ellos [el Gobierno] asuman al 100 por ciento su responsabilidad". (Milenio digital, 14/01/214). Es también lo que dice monseñor Patiño Velázquez, obispo de Apatzingan, en su Carta Pastoral del 16 de enero, cuando la llegada del ejército, que quería desarmar a las autodefensas, disparó sobre la ciudadanía: “[…] El pueblo está exigiendo al gobierno que primero agarren y desarmen al crimen organizado. El ejército y el gobierno han caído en el descrédito porque en lugar de perseguir a los criminales han agredido a las personas que se defienden de ellos. ¿No han comprendido que nos encontramos en un estado de necesidad? […]”.

Mientras la clase política y el gobierno mexicano protejan dentro de sus filas a criminales –el 96% de impunidad lo grita- continuará favoreciendo el crimen. Mientras crea que la razón de ser del Estado se encuentra en el monopolio de la violencia –es lo que han declarado al querer desarmar bajo ese argumento, tan abstracto como absurdo en la circunstancias que vive México, a las autodefensas legítimas—y no en su capacidad para darnos un suelo de paz y de justicia, continuará ahondando la espantosa brecha que hay entre los ciudadanos y el Estado, y generalizando la violencia.

La clase política tiene que aprender a ver y a escuchar lo que las autodefensas le están mostrando y diciendo: si quiere salvar al Estado y a la nación debe cambiar su conducta y trabajar del lado de la resistencia ciudadana, de las necesidades de la gente y de la paz y la justicia. De no hacerlo, su ceguera y su sordera seguirá alimentando a la máquina asesina y generando la única salida que le deja a la dignidad: continuar resistiendo.

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