Washington se resiste a una mayor implicación militar en Irak
La Casa Blanca anuncia que incrementará la entrega de misiles y aviones no tripulados
Dos años después de que el último convoy del Ejército de Estados Unidos dejara el territorio de Irak, ese país vuelve a ser serio motivo de inquietud para la Administración norteamericana, que asiste casi impasible al rebrote de un conflicto que demuestra la vitalidad de Al Qaeda, pone en grave riesgo la supervivencia del Gobierno aliado de Washington y deja en evidencia la inutilidad de la guerra que ocupó gran parte de la pasada década.
Hoy, la emblemática provincia de Ambar, donde las tropas estadounidenses libraron sus combates más feroces y sufrieron el mayor número de bajas, vuelve a ser escenario de enfrentamientos que pueden anticipar el estallido de una guerra civil abierta y amenazan con desestabilizar aún más una región sometida ya a las perturbaciones originadas por el conflicto de Siria.
Estados Unidos, que no niega su responsabilidad moral en la evolución de un país que ocupó militarmente durante ocho años, se ha limitado hasta ahora a manifestar su apoyo al Gobierno de Nuri al Maliki y a anunciar un envío de misiles y otro armamento que no estará en manos de los soldados iraquíes hasta comienzos de la primavera. Pero el secretario de Estado, John Kerry, ha dejado claro esta semana que el presidente Barack Obama descarta por completo el envío de tropas norteamericanas a Irak.
Para un presidente que llegó a la Casa Blanca en gran medida gracias a su promesa de retirar las tropas de Irak, es impensable el regreso a ese país por muy evidente que sean los intereses que EE UU tiene en esta crisis. El vicepresidente Joe Biden se lo dejó claro al propio Maliki este lunes en una conversación telefónica en la que le animó a proseguir la lucha contra los que un comunicado oficial denomina “terroristas”.
Una implicación militar directa, por otra parte, tampoco sería una garantía de que la situación será más favorable para Maliki. Las fuerzas estadounidenses conocen de sobra las dificultades de estabilizar localidades como Faluya o Ramadi, donde Al Qaeda ha incursionado en los últimos días y donde los norteamericanos dejaron gran parte de los 4.500 muertos que tuvieron en esa guerra. De hecho, fue la invasión de EE UU la que sirvió como banderín de enganche para el reclutamiento de nuevos miembros de Al Qaeda en Irak.
Sin embargo, pese a sus limitadas opciones, EE UU se juega mucho actualmente en Irak. La caída del Gobierno de Maliki, la derrota del Ejército que el Pentágono creó y entrenó o la generalización de una guerra en todo el país, representarían un riesgo, no solo para la estrategia norteamericana en Oriente Próximo, sino en el lucha contra el radicalismo islámico en todo el mundo. Lo que ocurre en Irak puede ser un anticipo de lo que suceda en Afganistán cuando EE UU retire sus tropas al final de este año, así como un estímulo para otros combatientes extremistas en Siria, Yemen, Sudán, Líbano o el norte de África.
El recrudecimiento de este conflicto amenaza, además, como mermar aún más la influencia norteamericana en la región y con crear más dudas sobre la política exterior de Obama. Esta crisis llega en un momento en que EE UU e Irán dan los primeros pasos hacia lo que puede ser una reconciliación histórica. La guerra en Irak, en la que el régimen shií de Teherán comparte la preocupación de Washington por el alzamiento de milicias radicales suníes, puede ser una prueba de las ventajas de la cooperación entre los dos países que hasta ahora eran acérrimos enemigos. Pero también demuestra que la capacidad de decisión de EE UU se ha reducido y que necesita a Irán para tratar de reconducir la situación. Lo mismo puede decirse para los casos de Siria y Líbano.
Es incierto cómo puede eso afectar al desarrollo del aspecto más importante de la agenda con Irán, la negociación del programa nuclear, pero existe el temor de que los sectores más radicales del régimen islámico observen el debilitamiento de la posición de EE UU como una oportunidad para resistirse a hacer concesiones significativas. Al mismo tiempo, la cooperación con Irán, ahora con motivo de Irak, puede constituir una nueva afrenta al gran rival regional de Teherán, Arabia Saudí, cuyas relaciones con Washington están ya claramente deterioradas.
El peligro más inmediato para la Administración norteamericana es, no obstante, el de la extensión de Al Qaeda. Los combatientes bajo la bandera negra de esa organización no solo han aparecido en Irak, sino que se han hecho fuertes en Siria, donde están a punto de ser dominantes entre la oposición, y han hecho acto de presencia en Líbano. Quiéralo o no, eso va a exigir un mayor compromiso militar por parte de EE UU. Se da por hecho que la CIA está actualmente facilitando información al Gobierno de Bagdad y que los drones norteamericanos contribuyen en labores de inteligencia. Una implicación creciente en esa dirección parece inevitable si, como se espera, la crisis en Irak se agudiza en las próximas semanas.
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