Perdemos la vecindad
Europa lo fía todo a sus valores democráticos y a su inmenso mercado, pero Rusia y el mundo árabe piensan en geopolítica
Llega fin de año, e intentamos hacer balance de lo logrado. Mirando a nuestro alrededor encontramos dos noticias buenas y dos malas. En el haber tenemos el acuerdo con Irán. Es vprovisional, sí, y todavía tiene que dar sus frutos. Pero haber logrado detener, aunque sea temporalmente, un tren que se encaminaba hacia la nuclearización de la teocracia iraní y el consiguiente conflicto bélico con Irán y EE UU es un logro que debe ser celebrado.
Más cerca, y en una escala más pequeña, tenemos el acuerdo entre Serbia y Kosovo; un acuerdo que, de nuevo, no resuelve inmediatamente los problemas pero que los cambia de vía y permite que los dos países, en lugar de mirarse con odio, comiencen a mirar hacia Europa. Estos dos acuerdos, cada uno a su manera, permiten comenzar a tirar del hilo que desenredará dos ovillos cruciales para la estabilidad de Oriente Próximo y los Balcanes: aunque queda mucho por hacer, la lógica del acuerdo ha sustituido a la lógica del conflicto. No es poco.
Ucrania y Siria muestran la incapacidad de Bruselas para lidiar con Rusia y las aspiraciones árabes
Pero entre un acuerdo de alcance global (Irán) y un micro acuerdo (Serbia-Kosovo), tenemos un gran problema regional, más bien dos. Nuestras vecindades más inmediatas, al Este y al Sur, se alejan de nosotros, lenta pero inexorablemente. Como estamos viendo en el caso de Ucrania, la resurrección de Rusia como potencia política, económica y militar está actuando como un gigantesco electroimán geopolítico que succiona haca sí toda la esfera post-soviética, desde Bielorrusia hasta las repúblicas centroasiáticas.
La Unión Europea, que todo lo fía al atractivo de sus valores democráticos y su gigantesco y rico mercado no sabe hablar el lenguaje de la geopolítica. No sabe, ni quiere, retorcer brazos, chantajear, comprar y coaccionar. Y tampoco es capaz, por su situación de crisis interna, de poner encima de la mesa aquello que daría un vuelvo radical a la situación y dejaría a Moscú en completo fuera de juego: la perspectiva de una adhesión a la UE. Por tanto, tan halagados como se sienten muchos por ver las banderas europeas en las barricadas nevadas de Kiev, las palabras de aliento que dedicamos a los ucranianos estos días son poco más que unas palmaditas en nuestras propias espaldas.
Algo parecido nos pasa en la vecindad sur. Después de hincharnos a celebrar las revoluciones democráticas en el Norte de África y prometer que nunca más sacrificaríamos la democracia por la estabilidad, callamos el secreto a voces que representa nuestro fracaso en Siria y, parcialmente también, en Egipto y Libia.
La retirada de apoyo a los rebeldes sirios acometida por EE UU y Reino Unido no sólo abre el camino al triunfo militar del régimen de Bachar el Asad sino, lo que es incluso peor, a su triunfo moral como mal menor frente al terrorismo de Al-Qaeda y sus filiales. Incapaces de abrir los espacios para una alternativa entre dictadores laicos, como Mubarak y Ben Alí, y terroristas yihadistas, volvemos a elegir a los primeros. Se cierra así el largo círculo que nos llevó hasta la primavera árabe. Termina el año y vuelve la geopolítica.
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