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Columna
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Mandela y De Klerk

El último presidente de la Sudáfrica del 'apartheid' merece el juicio honorable de la historia por haberse empeñado en pactar en medio de la hostilidad

Sami Naïr

Para hacer las paces, reconciliarse, hacen falta al menos dos. A la hora de rendir homenaje a la gesta de Nelson Mandela es justo recordar y valorar la personalidad del entonces presidente del Estado sudafricano, Frederik de Klerk. Sin él, Mandela no hubiera podido alcanzar su objetivo —acabar con toda la estructura del estado racista— o, al menos, no con tanto éxito. Las negociaciones estaban bloqueadas por varias razones: el predecesor de De Klerk, Pieter Willem Botha, no quería pasar el Rubicón aceptando un Estado totalmente democrático.

Todos los desacuerdos giraban, al fin y al cabo, en torno al reconocimiento del derecho a la igualdad total entre blancos y negros. Botha planteaba la posibilidad de un Estado de “minorías”, en el que los blancos fuesen reconocidos como “grupo”, lo que les habría valido derechos específicos frente al resto de la población.

Mandela le explicaba que esta visión, en realidad, reanudaba la lógica de los bantustanes y que podía provocar muchos más daños a los blancos que a los negros en un Estado democrático. Era la mejor manera de perpetuar una suerte de apartheid inverso y hacer de los blancos el chivo expiatorio del Estado. Por el contrario, el nuevo poder no debía ser de los negros, sino de la mayoría de los ciudadanos. Botha no aceptó.

Las negociaciones se estancaron hasta la llegada de su sucesor, el jurista Frederik de Klerk. Mandela había puesto sobre la mesa varios puntos que consideraba imperativos para acabar con el sistema del apartheid: una voz igual a un voto; justicia independiente y común para todos; monopolio legítimo de la violencia para y solo para el Estado (cese de las milicias armadas); pluralismo político sobre la base de la ciudadanía y no de las etnias o de las confesiones; etcétera. Al convertirse en presidente en 1989, De Klerk aceptó todas estas condiciones y liberó a Mandela, porque confió en su palabra.

Su grandeza fue más allá: seguir negociando con este último, mientras varios grupos militares, tanto del lado negro como del de los blancos, se habían precipitado en ataques violentos y asesinatos en los momentos más críticos del proceso de negociación. Ambos líderes se empeñaron en pactar en medio de la hostilidad: sabían que la paz era más importante que sus enemigos.

Así pues, si Mandela ha recibido el juicio honorable de la historia, también lo merece De Klerk (ambos fueron galardonados con el Premio Nobel). Era lo justo. Sobre el ejemplo de estos dos dirigentes de pueblos que estuvieron inmersos en la tormenta del odio y del fanatismo, deberían meditar aquellos que se encuentran en conflictos “insuperables”, en especial los israelíes y los palestinos.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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