Las paces del país del Sagrado Corazón
Si las FARC se desmovilizan, abandonan el narcotráfico, entregan las armas, piden perdón y reparan a las víctimas, la firma de un acuerdo se justifica
Si las FARC se desmovilizan, abandonan el narcotráfico, entregan las armas, piden perdón y reparan a las víctimas, la firma de un acuerdo se justifica Los que nacimos en la esquina de arriba de Sudamérica le hemos puesto a nuestro país, Colombia, algunos apodos y sobrenombres. Le decimos, por ejemplo, “el país del Sagrado Corazón”, por rezandero y absurdo. Y también “la tierra del Realismo Mágico”, porque aquí la desmesura verbal no es solamente de los escritores, sino de todo el mundo. La exageración es el vicio nacional. Nos encanta decir, por ejemplo, que llevamos cien años, no de soledad, sino de guerra. Y en esta hipérbole hay tanto de razón como de sinrazón.
Para empezar, las FARC (“la guerrilla más antigua del mundo”, se dice) fueron fundadas en mayo de 1964. Es decir, que en seis meses cumplen 50 años. Con lo cual el conflicto con ellas no es de uno, sino de medio siglo. Y en estos 50 años hemos tenido tantas muertes como las que tuvo España en tres de Guerra Civil. ¿Esto es poco o es mucho? Las muertes por marejadas son peores, pero las muertes lentas, con gotero o con pequeños chorros, también desangran. Si lo de ustedes fue espantoso, lo nuestro, aunque menos concentrado, no es menos aterrador.
Desde hace un año, el Gobierno del presidente Santos está intentando ponerle fin a este viejo conflicto con las FARC mediante conversaciones de paz. Trata de acabar con la última anomalía continental de un grupo armado (7.200 integrantes) que se enfrenta, con métodos salvajes e ideologías extremistas y caducas, a un Gobierno legítimo. El apoyo popular a las FARC no llega siquiera al 5%. Salvo pocas zonas, su desprestigio es total. Sin embargo, su capacidad de hacer daño es enorme, y se los intenta convencer de que hagan política con ideas y con palabras, no con bombas y tiros. Pese al desprecio que sentimos por sus métodos, dos terceras partes de los colombianos apoyamos las negociaciones de paz.
Al mismo tiempo, sin embargo, el expresidente Uribe, que tiene un 70% de aceptación popular, y goza de un gran poder de influencia, grita a los cuatro vientos que lo que está haciendo Santos es entregar a Colombia al castro-chavismo. El expresidente tampoco es ajeno al vicio nacional de la exageración. En tres años y medio al mando del país, no se le ha visto al presidente Santos ningún acto que haga pensar en el populismo de los países bolivarianos vecinos. Un solo ejemplo: mientras en Venezuela la inflación galopa al 50%, la de Colombia es una de las más bajas del continente.
Uribe y Santos, que eran aliados y amigos, y que han gobernado con políticas económicas parecidas, ahora se detestan. Tanto, que parece más fácil que Santos haga las paces con las FARC que con Uribe. El país del Sagrado Corazón, cordial en el trato, en el fondo es conflictivo. En Cuba, de los distintos temas de la agenda de conversaciones, ya se han despachado dos de los más problemáticos: la tierra y la participación política. Faltan el narcotráfico, las víctimas y la justicia. Si las FARC se desmovilizan, abandonan el narcotráfico, entregan las armas, piden perdón y reparan a las víctimas (y el Estado hace lo propio con las suyas), y si por último aceptan algún tipo de penas alternativas por sus delitos, la firma se justifica.
Esa firma no equivale a la paz en un país injusto, con tantos problemas de inequidad. Pero disminuirá el dolor y bajarán las muertes. Si “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, la política será una forma mucho más civilizada de continuar con el conflicto. Será en ese conflicto civilizado de ideas, leyes, reformas y palabras, como podrá construirse poco a poco la paz verdadera, la de la justicia.
Héctor Abad Faciolince es escritor colombiano.
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