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Said Sánchez, dos veces desaparecido

Este joven y su amigo Jerzy Ortiz, hijos de convictos del barrio de Tepito, son figuras clave del caso pero no aparecen en las imágenes del rapto colectivo en México DF

Pablo de Llano Neira
Said Sánchez (sin gorra) con Jerzy Ortiz.
Said Sánchez (sin gorra) con Jerzy Ortiz.

Un misterio dentro del misterio de los 12 desaparecidos es que cuatro de ellos no aparecen siquiera en las imágenes de vídeo con las que la fiscalía ha mostrado cómo se llevan en coches a los demás. Dos de esos cuatro son Jerzy Ortiz, 16 años, y Said Sánchez, 19 años. Ambos son hijos de vecinos de Tepito presos desde hace diez años porque supuestamente eran pesos pesados de la delincuencia en ese barrio duro de México DF.

El padre de Jerzy Ortiz es Jorge Ortiz, alias El Tanque, y el de Said Sánchez es Alejandro Sánchez, alias El Papis. Se ha especulado con que estos dos muchachos han sido levantados por ser hijos de quien son, pero las autoridades nunca han apoyado esa conjetura. La abuela de Jerzy Ortiz defendió la inocencia del chico la semana pasada en una entrevista con EL PAÍS. Hoy presentamos una descripción de Said Sánchez contada por una tía suya y por un amigo de la infancia.

El martes pasado Cony García levantó con los dos brazos a la entrada de la fiscalía, delante de los medios, un cartel en el que pedía que le devolviesen a su sobrino Said. Cony García atendió a este diario para hablar de su sobrino y en unos 20 minutos de conversación no llegó a bajar en ningún momento los brazos en alto con el cartel, como si se le hubiesen quedado colgados de un techo.

Said Sánchez trabaja con su madre, la hermana de Cony, en un puesto ambulante de productos de limpieza. Tiene tres hermanos, y es muy amigo de Jerzy Ortiz. Su tía tiene una relación con él de pocas palabras porque Said Sánchez, según ella, es un joven callado que como muchos jóvenes anda a lo suyo. “Él llega de trabajar, se baña y se va con los amigos”. Actualmente, que sepa su tía, el chico no tiene novia. De lo que más le gusta es ponerse delante de la televisión a jugar a la videoconsola Xbox y hacer ejercicio “en la barra”.

Cony García tiene 55 años. Lleva un negocio de comida rápida casera en Tepito. Tiene el pelo corto mojado en colonia. Lleva gafas cuadradas, un chaleco y unas botas de monte. Ella dice que está “100% segura” de que el chico no andaba en malos pasos. Parece una mujer de carácter serio. A veces sonríe un poco hablando de su sobrino, pero la mayor parte del tiempo tiene una actitud preocupada. “Ando bien sacada de onda con esto”, dice la tía de Said Sánchez.

A 20 metros está en un grupo de familiares manifestantes Ramón Roberto Hernández Villagómez, de 21 años. Él vive al lado de Tepito y fue íntimo amigo de Said desde los seis años hasta que fueron adolescentes. “Fuimos creciendo y luego cada quién agarró su onda con sus amigos y hasta ahí”, dice Ramón Roberto, que pese a que hace varios años que solo tiene un contacto con Said de saludarse de vez en cuando ha venido a la fiscalía a mostrar su apoyo por su gran amigo de cuando eran niños. Ramón Roberto trabaja en un negocio que se dedica a vender partes de automóviles. De pequeños a él y a Said Sánchez les gustaban los Hot Weels, coches de carreras en miniatura. “Dibujábamos carreteras en el suelo y nos poníamos a jugar”. Más adelante dice que se pasaron a los “Max Steel”.

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¿Y qué son?

Muñecos como las barbies, ora sí pero de hombre.

Ramón Roberto Hernández Villagómez tiene una cicatriz de tres puntos de sutura justo debajo del ojo derecho. “Mi mamá me dijo que con tres años me pegaron con un columpio”, cuenta. Él no es propiamente vecino de Tepito mismo, y según dice nunca se ha sentido del todo seguro por el barrio de su amigo Said.

¿Te daba miedo Tepito?

Sí, porque no conozco tanto el ambiente de allí.

¿Y a Said no le daba miedo?

No, a él lo conocían de su mamá.

¿Era un muchacho duro de la calle?

No, era noble, no se metía con nadie.

Ramón Roberto tiene recuerdos bonitos de su infancia con Said Sánchez. “Cuando andábamos con una cuatrimoto que él tenía”, dice, y se le pone una cara entre la alegría y la tristeza de quien se acuerda de las mejores cosas de la niñez. “Andábamos para todos lado con esa pinche cuatrimoto, a por tortillas, a por dulces, no la soltábamos para nada”.

¿Cuánta potencia tenía?

Quién sabe, pero sí corría esa pinche cuatrimoto.

También se acuerda de cuando jugaban al fútbol lloviendo. “A veces se venía bien fuerte la lluvia, y nos poníamos a jugar como loquitos, todos empapados, y siempre nos regañaban; por qué se mojan, y esto y lo otro”. Ramón Roberto está sentado al borde de una acera (de una banqueta, como se dice en México) y parece a gusto hablando de su amigo de la infancia. Dice que no tiene “confianza” en que aparezca. Dice que tiene “fe”.

Cuando acaba la conversación, Ramón Roberto Hernández Villagómez, un chico delgado, moreno, vestido con ropas holgadas de mercadillo, un chico como cualquier chico de barrio de su edad, regresa al grupo de familiares que pide la vuelta de Said Sánchez.

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