Lo que Maduro nunca podrá imitar
Sin el magnetismo de Chávez, su sucesor agota los recordatorios para encarnarse con la Venezuela mestiza y pobre
“Y yo, con aquel sudor frío, apretadito de abajo, casi pariendo hermano”. Nicolás Maduro trata de ganar las presidenciales del domingo invocando a diario la memoria de Hugo Chávez, un caudillo que encadenó victorias electorales gracias a los petrodólares y el paternalismo de Estado, pero, fundamentalmente, gracias un carisma que le permitió compartir con su electorado secretos de alcoba y una agónica diarrea presidencial. Carente del magnetismo del fallecido, su heredero político agota los recordatorios para encarnarse con la Venezuela mestiza y pobre a la que Chávez dedicó ayudas y subsidios, con un sectario sentido de Estado. Obsesivamente, Maduro intenta el hermanamiento con el difunto, y hasta recurrió al trino de un gorrión para lograrlo, pero el emparejamiento es misión imposible porque nunca podrá transformar una colitis aguda en votos. Fue un discurso electoral de imposible imitación.
“El pobre Chávez encerrado, con aquellas necesidades fisiológicas. ¡Dios mío, ten piedad, sácame de aquí!”. Cientos de miles lloraron la pérdida del ídolo durante las exequias de Caracas, pero otros probablemente aun rían sublimando el apuro de hace cuatro años, en la inauguración de un túnel. Chávez explotó magistralmente el trance en una comparecencia televisada aclamada en las barriadas. Una descomposición sorprendió al presidente a los mandos de una excavadora. Apremiado por los retortijones, saltó del vehículo pesado y escapó por una salida del túnel. Alarmados, le persiguieron el ministro de Infraestructuras, los escoltas y una legión de periodistas y fotógrafos, “ajenos al dramón que yo estaban viviendo”.
Chávez era capaz de narrar una diarrea y convertirla en votos
El carisma de Hugo Chávez, su capacidad para comunicar, convencer, motivar y consolidar adhesiones, le acercó al general argentino Juan Domingo Perón (1895- 1974), admirador de la Italia de Benito Mussolini. El gaucho apadrinó movimientos cívico-militares y su legado aún perdura en el camaleónico Partido Justicialista de Argentina. Perón aprendió de Mussolini la importancia de la radio, que utilizó frecuentemente con su segunda esposa, Evita, para seducir a una sociedad arrabalera, primaria: a los “descamisados”, que acudían en procesión a las arengas del balcón de la Casa Rosada. Chávez saltó de la radio a la televisión, obligó a la conexión en cadena con el espacio Aló Presidente, y, desenvolviéndose con oficio, multiplicó la potencia propagandística de su carisma. Cuatro, cinco o siete horas de monólogo sobre colitis, despidos, premios, castigos, revolución y oligarcas llevaron a la oposición al borde de la locura.
Aspectos del populismo histórico del brasileño Getulio Vargas y del ecuatoriano José María Velasco Ibarra perviven en las entrañas del chavismo, pero fue el liderazgo carismático de Perón la referencia del difunto. “Yo soy peronista. Me identifico en este hombre y este pensamiento que pidió que nuestros países dejen de ser factorías del imperialismo”. Hugo Chávez Frías fue el guía de una autocracia electa, un jefe de imposible sucesión porque aunque la corrupción oficial siguió siendo endémica en la administración bajo su mando, él convenció de que no le movió el dinero, sino la altura de miras: el bienestar de los compatriotas irredentos, alejados del maná petrolero durante los cuatro decenios de hegemonía bipartidista (1958-1998).
No todos sucumbieron a su carisma. El exguerrillero comunista Douglas Bravo (1932) le abandonó por “neoliberal” en 1999 y redujo la base electoral del presidente a la categoría de comparsa: “el pueblo no participa. El pueblo apoya, que es otra cosa. El pueblo lo que hace es aplaudir y dar votos”. El pueblo cayó rendido ante el caudillo, le aplaudió en las urnas y renovó los votos durante la memorable evocación de la diarrea. Probablemente el domingo le rinda homenaje con un voto póstumo. “Espere, espere, presidente”, gritaba el ministro de Infraestructuras, general Javier Hurtado, cuando el gobernante corría por el túnel de autos, casi rompiendo aguas. “Yo no espero a nadie compadre. Me subo en un autobús que estaba aparcado por allá y le ordeno al chófer que arranque”.
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