Aspirante a derrotado
Quizá a la oposición venezolana le convenga perder ahora para volver a levantarse
El próximo domingo se celebraran las terceras elecciones en Venezuela en poco más de seis meses. El 7 de octubre fueron presidenciales; el 16 de diciembre, regionales; y el 14, presidenciales otra vez por la muerte del líder bolivariano Hugo Chávez; las dos primeras se saldaron con amplias victorias del chavismo y para la tercera una gran mayoría de encuestas vaticina el triunfo del presidente encargado, Nicolás Maduro. Pero esta columna no aspira a predecir vencedor, sino a valorar las consecuencias que, en caso de que ganara el candidato de la oposición, el multimillonario Henrique Capriles, serían de tal gravedad como para hacer dudar que el triunfo le convenga.
Desde su llegada al poder en 1999, y sobre todo tras la aprobación de una nueva constitución en 2000, el presidente Chávez tuvo claro que para durar tenía que amueblar de partidarios el Estado. Superado en 2002 el intento de golpe de los grandes intereses económicos, se imponía la necesidad de proceder a una colonización sistemática de las instituciones, como han venido haciendo secularmente los intereses conservadores de cualquier país occidental. Por ello, el presidente venezolano entendía que lo suyo era, en realidad, una descolonización en favor de lo que llamaba poder popular. Y así es como el chavismo creaba un cuerpo pretoriano adicto que proclama sin cesar que las Fuerzas Armadas no consentirían que el país abandonara la ruta trazada; como reaseguro contra posibles dudas existenciales del alto mando, fundaba unas Milicias bolivarianas que ya cuentan con más de 100.000 efectivos; y como remate se hacía de PDVSA —otros 100.000 empleados, lo que significa seguidores— empresa explotadora de la riqueza petrolera del Orinoco, la vaca lechera del Estado. Y cualquiera que asumiera la presidencia sin el beneplácito de semejante triada, se vería obligado solo para existir a relevar en tiempo récord a docenas de jefes y directivos, así como centenares de subalternos de las tres grandes corporaciones, a lo que difícilmente se someterían estos de buen grado.
El exsindicalista Maduro necesita, pese a ello, una clara ratificación en las urnas sobre la que edificar una legitimidad propia, aunque de momento aspire a ganar blandiendo el icono del líder. Así, aseguraba recientemente que se le había presentado “un pajarito chiquitico”, un paráclito que era Chávez, si no en cuerpo al menos en alma. La descreída Europa y las minorías ilustradas del país han recibido con gran sorna la noticia, pero no es forzoso que el candidato oficialista creyera literalmente que el difunto podía volar. En el chavismo que fue lumpen y hoy tiene al menos un pasar la aparición no carece completamente de sentido. Es una estética de masas. ¿Y acaso no hay un tercio de norteamericanos que creen que el mundo fue creado como cuenta la Biblia? Para algo el chavismo es una Iglesia, sincrética entre el más allá y el todo acá, y la manera en que Maduro conjure la paternidad de Chávez en la victoria puede ser a la vez acertada y ridícula, pero el líder de ultratumba está muy vivo a efectos electorales. Y ello no solo por su ingente obra social, sino también por el portento que ha representado ante la opinión; el de quien ha situado a Venezuela en el mapa como nadie lo había hecho anteriormente; por el que se apasionan para alabarle o denostarle desde Pyongyang a Washington; y que ha dejado escuela en el incrédulo mundo desarrollado: el chavismo de una parte de la izquierda occidental. El progenitor del socialismo del siglo XXI pudo llegar a la conclusión de que para llevar a cabo la masiva redistribución de riqueza e igualdad de oportunidades que ambicionaba, tenía que dotarse de atributos de poder, que fueran mucho más allá de la mera victoria en una serie de elecciones; que era imprescindible esa ocupación, para la que se fabricó una legalidad ad hoc, de las instancias decisorias de la sociedad, de forma que las urnas quedaran solo como sello lacrado a pie de documento.
Por todo ello, es probable que lo más conveniente para la oposición, aunque no necesariamente para Capriles, cuyo futuro después de tres fracasos se vería muy desmejorado, fuese una derrota de guarismos aceptables que le permitiera levantarse otra vez, cuando el desgaste del poder: las eventuales peleas internas del chavismo, la corrupción tan venezolana mande quien mande, la incompetencia de tanto gerifalte nombrado por razones exclusivamente políticas, y la violencia cotidiana que no cesa, hubieran gangrenado la situación creando un escenario fundamentalmente distinto.
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