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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Después de la batalla

En EE UU, desde 1945 hasta Reagan, las desigualdades sociales se mantuvieron estables

La reelección de Barack Obama es una batalla más en la larga guerra que izquierda y derecha vienen librando desde hace tres décadas en torno al papel del Estado. Por su extensión temporal y geográfica, así como por su intensidad e impacto, nos recuerda a la guerra de los Treinta años que se libró en el continente europeo entre 1618 y 1648. Entonces, el conflicto se organizaba en torno a tres elementos clave del poder: el territorio, la religión y las sucesiones dinásticas. Hoy, como corresponde a sociedades democráticas y secularizadas con economías abiertas, la batalla se libra en torno a elementos algo más posmodernos: los límites del Estado y el mercado, la tensión entre libertad e igualdad y la fijación de fronteras, no entre territorios, sino entre clases sociales.

Esta seudoguerra de los Treinta años, en la analogía trazada por Bill Clinton para describir la virulencia que el conflicto llega a alcanzar en Estados Unidos, se inició con las victorias de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en el Reino Unido y Estados Unidos, en 1979 y 1980, respectivamente. Esas victorias significaron un punto de inflexión en la conceptualización del papel del Estado. Si hasta entonces tanto los conservadores estadounidenses como los democristianos europeos compaginaban sin excesivos problemas su preferencia por una economía de mercado abierta con la existencia de un Estado capaz de proveer seguridad y cohesión social, a partir de ese momento, una parte importante de la derecha, que había desarrollado una importante animosidad hacia el Estado, al que culpaba de la crisis económica de los setenta, situó a este en su punto de mira.

Esa ojeriza hacia lo estatal se justificó desde un doble argumento: el de la eficacia económica, pues se veía al Estado como un obstáculo para el crecimiento, no como un facilitador; y el de la legitimidad política, pues se concebía al Estado como un intruso en la esfera de derechos individuales, no como un garante de dichos derechos. De ahí el intento constante de empequeñecer el Estado y sus estructuras de redistribución de renta y oportunidades.

Paradójicamente, la animadversión de la derecha hacia el Estado coincidió con el descubrimiento por la izquierda del mercado como instrumento creador de oportunidades de progreso social. Por tanto, mientras que las fuerzas progresistas (esto es, demócratas en EE UU y socialdemócratas en el continente) llegaban a un equilibrio entre Estado y mercado, asignando al Estado el papel de redistribuir, pero no el de producir, y al mercado el de proporcionar crecimiento, pero atajando su tendencia a la inequidad, las fuerzas conservadores (republicanos en EE UU y liberales en Europa) se dedicaban a reducir el tamaño del Estado, limitar su papel redistributivo y desatender las políticas sociales en la creencia, repetida una y otra vez, de que la creación de empleo era la mejor, incluso única, vía para lograr una sociedad cohesionada y con igualdad de oportunidades.

El resultado es que, mientras que la gran mayoría de la izquierda ha dejado atrás el pensamiento antimercado, un sector importante de la derecha se ha situado bajo el techo de un liberalismo que lo es casi exclusivamente en el sentido económico, pues cree en la libertad económica a ultranza y un papel mínimo para el Estado, pero no en el político. Así pues, como hemos visto en la campaña estadounidense, pero también observamos a este lado del Atlántico, la derecha es liberal en lo económico (aunque allí “liberal” se use como sinónimo de izquierdista) en tanto en cuanto propugna un Estado pequeño, pero notablemente conservadora en cuestiones relacionadas con la libertad personal (aborto, matrimonio homosexual, despenalización de consumo de drogas, etcétera). Pero al mostrarse completamente indiferentes ante las crecientes desigualdades entre clases sociales, especialmente entre los más ricos y los más pobres, los liberales muestran no ser liberales en lo político, pues desde el pensamiento político liberal siempre se ha tenido claro que la democracia, en tanto que presupone y requiere ciudadanos iguales en derechos y capacidades, es incompatible a largo plazo con diferencias sociales acentuadas.

En Estados Unidos, desde 1945, cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, hasta 1980, cuando el presidente Ronald Reagan llegó al poder, las diferencias de renta entre el 10% más rico y el resto de la sociedad se mantuvieron estables pero desde entonces no han hecho sino aumentar hasta situarse hoy en niveles comparables a los años de la Gran Depresión del siglo pasado. En la batalla del martes, la enésima en esta guerra de los treinta años, han ganado los que piensan que un Estado redistribuidor no amenaza a la libertad, sino que la garantiza. Apúntenle el tanto a Obama.

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