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Columna
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La cuarta de Chávez

La incompetencia de una burocracia inflada y la corrupción generalizada no frenaron la victoria chavista

No ha sido la devastación del adversario como en las tres elecciones presidenciales anteriores, que el presidente ganó por más de 20 puntos, pero Hugo Rafael Chávez Frías se ha regalado un cuarto mandato hasta 2019. Su rival, Henrique Capriles Radonski, —un 45% de votos— ha salvado los muebles y puede presentarse como líder de una oposición unificada si el antichavismo sigue siendo uno. Pero ha tenido que inclinarse ante el monstruo electoral de Miraflores que, caso de que sea verdad que el cáncer haya remitido, puede seguir soñando con celebrar en el poder el 200º aniversario de la muerte del Libertador, Simón Bolívar, en 2030. Tendría 76 años.

El novelista, ya desaparecido, Roberto Bolaño dijo en 2002 que “América Latina era el manicomio de Europa, salvaje, empobrecida y violenta”. Y hoy podría añadir que ese nosocomio tiene un líder de dimensión internacional y atractivo popular indiscutible, donde la erradicación de la pobreza comienza a funcionar y que, junto con la respetuosa socialdemocracia brasileña, en ningún otro país se ha conocido éxito mayor en esa lucha. En 1999, cuando Chávez Frías inauguró su primera presidencia, más del 50% de los ciudadanos vivía bajo el umbral de una penosa subsistencia, y en 2011 ese índice había caído más de 20 puntos. Esa es la clave del triunfo del líder bolivariano: mayor número de venezolanos viven hoy mejor que hace 13 años, y aun es más grande la procesión de los que creen que la petrochequera del comandante es inagotable.

¿Quién es ese rey de la garrulería política que hipnotiza multitudes, a las que parece no importarles la suerte de artimañas de que se vale para hipotecarse el voto? Carlos Fuentes, como recordaba Ibsen Martínez en EL PAÍS, decía que debía tener la cabeza como una ferretería, abarrotada de herramientas seudointelectuales, tuercas y tornillos que entrechocan, y eslóganes a medio cocer pero inspiradores para un chavismo del pueblo que acarrea sufragios sin parar. Pero si espontaneidad festiva y extravagancia teatral se dan cita en tantas demostraciones del poder en Venezuela, sería grave error creer en una script improvisada porque hasta el último paso de baile, la menor mueca, la soflama aparentemente más extemporánea en sus interminables cadenas nacionales, responden a un conocimiento de piel de la venezolanidad. Y frente a ello, aun siendo cierto que el candidato de la oposición es un hombre ajeno al tiempo anterior a Chávez, no deja de ser por ello un conspicuo miembro del establecimiento. Tanto por Capriles como por Radonski, el candidato derrotado respira poderío social y económico. Y bastaría con poner las fotos de presidente y aspirante, una junto a otra, para adivinar con quien tiene más fácil identificación el venezolano de medio para abajo.

La presunta gran baza de Capriles Radonski era, pese a todo, el precipicio de violencia por el que se despeña incesantemente el país, y en particular, Caracas. Desde que Chávez Frías llegó al poder se han producido no menos de 200.000 entierros que sobraban, y la capital, según encuestadores independientes, anda cerca de los 80 homicidios por 100.000 habitantes y año, y tan sólo en julio pasado hubo más de 500 asesinatos, magnitudes muy superiores a las de la vecina Bogotá donde este año no pasan de 20. Caracas únicamente se ve superada por las ciudades más peligrosas de América Central. Pero ocurre que tanta muerte afecta mucho menos a la gran masa crítica de votantes chavistas —los más desfavorecidos— que a las clases medias en las que hacía acopio de sufragios su rival. Las capas más humildes de la sociedad siempre han tenido la vida dura en Venezuela, y por ello el crecimiento de la criminalidad ha sido porcentualmente menor, así como percibido con pánico controlado por esos votantes en comparación a lo que sufren los que tienen mucho más que perder. Finalmente, la incompetencia manifiesta de una burocracia inflada de clientes por razones políticas y la corrupción generalizada tampoco han servido para frenar la victoria chavista porque son business as usual, y difícilmente mayores que durante la IV República, la llamada Venezuela saudí.

Hace unos años dirigí un curso en uno de los diarios más importante del país. Durante 15 días tuve un chófer afrodescendiente, como ahora se dice, que, si inicialmente se resistía a abrirme su corazón, acabó por amigarse y un día, como quien enuncia lo irrebatible, dijo: “Señor periodista español, cuando Chávez deje de ser presidente, yo vuelvo a ser invisible”. Pero aún no ha llegado ese momento.

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