Romney, el perfecto mormón
Ejemplar en su Iglesia y exitoso en los negocios, el candidato republicano tiene ahora tres meses para convencer a sus compatriotas de que puede ser un buen presidente de EEUU
Mitt Romney vivió en París el levantamiento juvenil de Mayo del 68. No como un agitador más, sino como un misionero mormón tratando de convencer a los franceses de que el consumo de vino y el sexo fuera del matrimonio son pecados, propósito no más sencillo que el de los muchachos que buscaban la playa bajo los adoquines. Un par de años antes, en la Universidad de Stanford, en California, formó parte de los tumultos de la época sobre la guerra de Vietnam, pero en el lado de los que la defendían, y acabó huyendo del bullicio político de ese campus después de solo un curso para buscar el refugio confortable de la Universidad Brigham Young, dirigida por la Iglesia de los Santos de los Últimos Días.
El mormonismo no ha sido el único influjo en la vida de Romney, pero sí el más importante. Ha marcado su conducta —nunca probó el tabaco o el alcohol ni se le conoce más relación sentimental que la de su actual esposa— y su trayectoria profesional. Su éxito en los negocios es, en gran parte, el resultado de un manual de actuación científicamente diseñado por su iglesia para ganar dinero y poder. Pero la política, la alta política, el campo en el que Romney compite desde hace varios años y en el que ahora hace la apuesta más importante de su carrera, es otra cosa. Pese a toda la tecnificación de las últimas décadas, la política no es una ciencia exacta en la que el triunfo es la consecuencia inevitable de una determinada receta. Si fuera así, Romney, el prudente, el metódico, el cerebral Romney, sería imbatible. Pero la política exige condiciones extrañas y se mueve por impulsos caprichosos. Es ahí donde este hombre con una vida de privilegios y laureles en otros múltiples aspectos de su biografía tiene que salir adelante esta vez. ¿Podrá? Fuera de su gestión —exactamente eso, la labor de un mero gestor— como gobernador de Massachusetts, el político Romney, con sus convicciones y sus pasiones, su visión y sus habilidades, no se ha revelado aún. La convención republicana que este martes comienza en Tampa es su gran oportunidad de hacerlo.
El Romney que llega a la convención de Tampa es un ser programado para vencer, pero sin espíritu para convencer
Aquellos chicos norteamericanos que iban casa por casa con camisa blanca y corbata negra implorando unos minutos de atención para explicar las bondades de su fe, siempre nos parecieron a los europeos una especie de soldados robotizados de un misterioso ejército fanático. Con el pelo, habitualmente rubio, idénticamente cortado y sus pulcros modales tan bien ensayados, no parecían personas, sino criaturas de otro mundo o personajes de una película de ciencia ficción.
El Romney que llega a Tampa no ha perdido del todo ese aspecto robótico. El Romney que llega a Tampa es un ser programado para vencer, pero carece del espíritu para convencer. A los 65 años, su imagen es envidiable. Alto, apuesto, siempre con un bronceado que realza su aspecto saludable, se ajusta al ideal físico del presidente cinematográfico. Se ha movido en la élite desde su nacimiento. Su padre fue presidente de la American Motors Corporation, tres veces gobernador de Michigan, ministro de Richard Nixon y candidato presidencial. Él mismo añadió brillo a su apellido con sendos doctorados en Derecho y Empresa por la Universidad de Harvard, una meritoria labor como gobernador, una destacada dirección de los Juegos Olímpicos de Invierno en Salt Lake City, una fortuna de más de 200 millones de dólares y una extensa familia integrada por 5 hijos y 18 nietos.
No hay puesto que haya ocupado en el que haya fracasado. Su receta ha sido siempre la de la adaptación a la realidad, el aprovechamiento de los recursos, el orden, la reducción al mínimo de los riesgos. En su única responsabilidad política, en Massachusetts, supo aplicar esos recursos y sobrevivió con la fama de un moderado, de un pragmático. Pero la línea que separa a un político pragmático de un cínico, un descreído o un oportunista es muy delgada, y Romney no ha dado garantías de no haberla cruzado.
Las personas verdaderamente religiosas, como las verdaderamente ricas, no necesitan demostrarlo a diario. Romney pertenece a ambas categorías, y ambas representan lo esencial de su vida, aunque lleve con gran discreción tanto su fe como su cuenta corriente. A la espera de conocer al político, hoy hay que analizar a Romney como un millonario mormón. Empecemos por esto último.
Un mormón solo lo es en cuerpo y alma. Esa no es una Iglesia, como la católica, a la que se pertenece a medias o a veces. Se es mormón o no se es, no hay zonas grises. O se cumple la totalidad de la doctrina de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días —incluida la de entregar una porción de los ingresos a la institución—, o se escoge otra filiación. Romney es descendiente de mormones desde los tiempos en que sus antepasados tenían varias mujeres, una práctica ahora abandonada por esa religión. Ha vivido siempre de acuerdo con las exigencias de su creencia. Convirtió a su mujer, Ann, al mormonismo. Educó a su familia en las estrictas normas de esa fe, con todos los domingos del año dedicados a obras de caridad. Predicó su doctrina como joven misionero y, ya adulto, como obispo mormón en Boston.
Su éxito en los negocios es el resultado de un manual de actuación científicamente diseñado por su Iglesia
Aunque en los Estados Unidos actuales la adscripción a una determinada Iglesia no parece un obstáculo insalvable para ser presidente, el hecho de ser mormón representa algunos inconvenientes para la carrera política de Romney. Existen aún ciertos prejuicios y temores sobre esa religión. Algunos de ellos basados en la realidad, como el del secretismo de sus actividades. Los padres de Ann no pudieron asistir a su boda en el templo mormón de Salt Lake City porque el acceso a los lugares de culto está limitado exclusivamente a los miembros de la iglesia.
Los efectos electorales no son, sin embargo, el aspecto más importante de las convicciones religiosas de Romney. Lo más relevante es la forma en que esas convicciones han moldeado su personalidad y cómo, de alguna manera, eso se verá reflejado en su campaña y, si es elegido, en su actuación como presidente. Jodi Kantor, que escribió un extenso análisis de la trayectoria religiosa de Romney para The New York Times, afirma que “así como Ronald Reagan utilizó sus conocimientos como actor y Barack Obama recurrió a su oratoria como activista social, Mitt Romney está marcado por la teología y la cultura de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días”.
Uno de los aspectos fundamentales de la cultura de esa iglesia es la de convertir a sus miembros en personas de éxito. No por casualidad, Utah, donde está asentada la mayor parte de la comunidad mormona, es uno de los Estados más prósperos del país. Uno de los integrantes más destacados de esa iglesia hasta su fallecimiento el mes pasado fue Stephen Covey, autor de un libro, titulado Los siete hábitos de la gente altamente eficaz, que constituye una verdadera guía para los mormones en su vida profesional.
En contra de lo que algunos puedan pensar, los mormones no son fanáticos. Muy estrictos sí, pero no fanáticos. Su éxito procede de la adaptación a las circunstancias que les toca vivir, que es casi lo contrario del fanatismo. “Los mormones tienen una larga tradición de alcanzar el éxito traduciendo sus principios religiosos a la versión secular”, explica Mathew Bowman, autor del libro El pueblo mormón.
Convirtió a su mujer al mormonismo y educó a su familia en las estrictas normas de esa fe,de la que fue obispo
“La Iglesia de los Santos de los Últimos Días”, añade Bowman, “produce líderes pragmáticos y competentes que trabajan dentro del sistema. Las escrituras mormonas definen el sacerdocio como el poder para gobernar a través de la persuasión y la caridad, condenan la arbitrariedad y la concentración de poderes, y aconsejan delegar y buscar la unanimidad”.
En términos más inmediatos, las posturas de Romney sobre distintos asuntos de actualidad, como su oposición al aborto, excepto en casos de violación, incesto o peligro de la vida de la madre, o al matrimonio homosexual, coinciden plenamente con las de su iglesia.
También su concepción del papel de Estados Unidos en el mundo se ve influida, en cierto modo, por su fe. Si cualquier político que aspire a algo en este país se ve obligado a demostrar inequívocamente su patriotismo, eso se acentúa en el caso del miembro de una religión que cree que Dios eligió a Estados Unidos para enviar a su mesías.
No es exagerado decir que la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, al menos sus enseñanzas, ayudaron a Romney a convertirse en millonario, la segunda cualidad conocida del hombre que será ungido candidato presidencial la próxima semana en Tampa. Su éxito en los negocios es también el blanco principal de los ataques de sus enemigos.
Desde que entró en la política, como rival de Edward Kennedy para un escaño en el Senado, los demócratas han tratado de caracterizar a Romney como una copia de Gordon Gekko, el personaje sin escrúpulos para hacer dinero que representa Michael Douglas en la película Wall Street.
No existe una versión única sobre la actividad de Romney al frente de Bain Capital, la compañía que fundó en 1984. La firma se dedicaba a comprar empresas en quiebra con el propósito de reflotarlas y volverlas a vender con los correspondientes beneficios. En algunas ocasiones el método funcionó y se salvó del cierre a empresas que estaban desahuciadas, y en otras fracasó y miles de trabajadores perdieron sus empleos.
La campaña de Obama ha insistido, quizá excesivamente, en asimilar esa actividad a la clase de capitalismo que provocó la crisis de 2008 y dio lugar a la recesión económica de la que aún no ha salido por completo EE UU. Esa estrategia se estrella parcialmente con una sociedad que no castiga la ambición de hacer dinero. Pero este es un tiempo algo diferente. Las enormes sumas que se reparten los ejecutivos de las grandes empresas contrastan brutalmente con el empobrecimiento generalizado de la clase media en los últimos años, y los norteamericanos son hoy más sensibles que nunca a las desigualdades sociales y a la injusticia distributiva. Sus cuentas en paraísos fiscales, su escasa contribución al fiscal —un 18% de impuestos pagados como media en los últimos años— y su negativa a hacer públicas sus declaraciones de Hacienda —con la excusa de que no quiere revelar sus donaciones a la Iglesia mormona— han contribuido a reforzar la imagen de un Romney elitista y despreocupado de los problemas de los más pobres.
Las posturas de Romney en contra del aborto o el matrimonio homosexual coinciden plenamente con las de su confesión
Aunque se mantiene en una posición competitiva en las encuestas —no más de tres o cuatro puntos por debajo de Obama—, está más de diez puntos por detrás del presidente cuando los norteamericanos se pronuncian sobre el candidato al que consideran más sensible con sus necesidades más acuciantes, más honesto y más auténtico.
Quizá esa percepción no se deba tanto al hecho de que Romney posea una fortuna superior a la de los últimos cinco presidentes norteamericanos juntos, sino al problema anterior de la falta de pasión y de claras convicciones políticas. Romney es la versión republicana de John Kerry, un millonario de Nueva Inglaterra al que le falta coraje y hambre para ser presidente.
Las elecciones primarias dejaron en evidencia que Romney no es el candidato preferido por las bases, que buscaban a un candidato más claramente comprometido con la causa de la derecha reformista y del Tea Party. Romney fue la mejor solución encontrada ante la falta de otros candidatos de más peso, pero los principales comentaristas conservadores le criticaron entonces por pusilánime y lo destrozarán si es derrotado en noviembre.
Tras su victoria en las primarias, se esperaba que Romney diese un puñetazo sobre la mesa y estableciese su programa y su equipo. No ha sido así. La decisión más importante que ha tomado desde entonces, el nombramiento de Paul Ryan como compañero de candidatura, es una prueba de debilidad, no de atrevimiento. Ryan es un joven conservador ardoroso que despierta las simpatías del Tea Party y de las bases, pero cuenta con un futuro y una agenda política propia, independiente de la de Romney. No es un hombre de Romney ni se le conocen coincidencias ideológicas. Su designación es una concesión a la derecha del Partido Republicano mayor aún que la de Sarah Palin en 2008.
En su biografía es imposible encontrar una frase que defina su personalidad con cierta autenticidad
Con Ryan al lado, la figura política de Romney se desdibuja y empequeñece todavía más. El mejor ejemplo es Medicare, el programa público de asistencia sanitaria a los mayores de edad. La propuesta de reforma de ese sistema, amenazado de bancarrota, es, por ahora, la principal novedad que aporta la plataforma electoral Romney-Ryan. Pero el autor de esa propuesta es Ryan, no Romney.
Ryan es el más convincente, igualmente, en temas como impuestos, aborto o control de armas. No porque hoy Romney no coincida con su compañero en esos asuntos, sino porque Ryan siempre ha dicho lo mismo, mientras que Romney dice hoy lo contrario de lo que decía cuando era gobernador de Massachusetts.
La ausencia de una clara definición política —la revista Newsweek le ha llamado “endeble” y The Economist le acusa de falta de “carácter”— es, sin duda, el talón de Aquiles del candidato republicano. Buscando en su biografía, es imposible encontrar una frase que pueda definir su personalidad con cierta autenticidad. Su ideario, recogido en un libro titulado No apology [Sin disculpas], es una sucesión de lugares comunes en el que el mayor elogio que se le ocurre sobre su padre es que “todo lo que decía era interesante”. Como han recogido Michael Kranish y Scott Helman en The real Romney [El verdadero Romney], el mejor recorrido por la vida del candidato presidencial, estamos ante un hombre tan detallista como para reconocer que se come solo la parte superior de las magdalenas para evitar la grasa que se acumula en su base, pero incapaz de dejar una gran idea para la historia.
Probablemente su mejor declaración, y la más sincera también, fue aquella que hizo en Iowa al comienzo de las primarias en la que sostenía que “las corporaciones, las empresas, son personas”. “Sí, las corporaciones son personas, amigo mío”, le explicaba a uno de los participantes en un acto de campaña. “Son personas porque todo lo que ganan va en última instancia a la gente”.
“Las corporaciones son personas” no parece un gran eslogan de campaña, pero sí es, por una vez, una expresión honesta del pensamiento de Romney, de alguien que entiende la economía —y la vida— como el resultado de una buena gestión. En esa frase, Romney se confiesa como lo que es, un ejecutivo, no un estadista.
Esa es su carta de presentación en Tampa. “Yo vengo a arreglar este desorden económico con mi experiencia para reparar empresas quebradas, como saqué adelante en Salt Lake City unos juegos socavados por la corrupción de los administradores políticos”, dirá Romney con otras palabras.
Los comentaristas conservadores han criticado a Romney por pusilánime y lo destrozarán si pierde
Es dudoso que eso sea suficiente para obtener el respaldo de una nación políticamente más polarizada que nunca. La mayoría del Partido Republicano considera a Obama una amenaza para la pura supervivencia de este país y pide su eliminación a toda costa. El Partido Demócrata alerta sobre el peligro de la llegada a la Casa Blanca de una banda de fanáticos que eliminará el aborto y todos los beneficios sociales ganados a lo largo de varias décadas. Romney se mueve en medio de esa tormenta como pollo sin cabeza. No es para lo que está entrenado. Su familia y su iglesia lo educaron para ser el perfecto mormón, un hombre de conciliación y de acomodos. La política le ha obligado a pactar con el diablo, a contradecirse y, quizá, a mentir.
Hay que ver si tendrá agallas para ir con eso hasta el final. Ya advierte en una entrevista esta semana en The Wall Street Journal que no va a utilizar la campaña para venderse “como un pedazo de carne”. En la fase decisiva de la campaña de 2008, a John McCain le tembló el pulso en la estrategia que le habían diseñado para destruir a Obama. Romney es más frío que el viejo piloto de la Marina, pero también tiene mucho menos encanto. Sus posibilidades de batir a Obama son superiores a las de McCain hace cuatro años. Obama no ha acabado de resolver la situación económica y es, por tanto, un candidato vulnerable. Pero Obama va a pelear esto como la mayor misión de su vida. Obama no era nadie antes de llegar a la Casa Blanca, y para él sería un fracaso irse tras un solo mandato. Peleará por su nombre, por su raza, por su dignidad y su orgullo. Romney solo tiene una razón comparable de la que extraer el coraje que se requiere en esta hora crucial. Romney, el primer mormón con posibilidades de ganar la presidencia de Estados Unidos, le debe esa victoria a su Iglesia.
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