Que hable la gente
Ni la Comisión ni el Parlamento Europeo tienen, a día de hoy, poder ni legitimidad para imprimir un cambio de rumbo a la crisis
Dicen los cronistas de la época que la brevedad y rotundidad del discurso de Abraham Lincoln en el cementerio de Gettysburg sorprendió a todo el mundo. Su predecesor en el uso de la palabra, que era considerado el mejor orador de su tiempo, empleó dos horas en pronunciar un discurso de 13.000 palabras, del cual no ha quedado nada. Pero para sorpresa del propio Lincoln, que aseveraría que “el mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos”, su discurso de apenas 300 palabras, pronunciado en menos de tres minutos, pasaría a la historia por ser capaz de establecer de forma irreversible y en solo once palabras lo que es un gobierno democrático legítimo.
Esa definición de democracia que Lincoln acuñara en 1863 como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no es retórica. Esta ahí, todavía hoy, en el artículo 2 de la Constitución de la V República Francesa que celebra elecciones presidenciales este domingo. Sí, detrás del francés, la bandera tricolor, la marsellesa y el lema de la República (“Libertad, igualdad y fraternidad”), la Constitución de 1958 establece como principio rector de la República la triple distinción formulada por Lincoln, en sus mismos términos. Gracias a Lincoln, cualquier persona tiene a su alcance una sencilla vara con la cual distinguir un gobierno democrático de otro que no lo es. Gobierno del pueblo porque este actúa en su nombre y representa su identidad y sus aspiraciones colectivas; gobierno por el pueblo porque son sus representantes elegidos en elecciones libres los que ejercen esa tarea; y gobierno para el pueblo, porque la tarea de esos representantes es servir y beneficiar a los ciudadanos, no servirse de ellos ni beneficiar solo a unos pocos.
Puede llamar la atención que Lincoln omitiera hablar de la transparencia y de la calidad del debate público como elementos centrales en una democracia. Al fin y al cabo, sin transparencia ni debate público la democracia es imposible pues la ciudadanía no puede saber si el gobierno opera en su nombre y beneficio. Sin embargo, es más que probable que Lincoln diera por obvia esa dimensión de la democracia ya que cuando él pronunciaba su discurso solo habían transcurrido 2.294 años desde que Pericles, también en otra famosa oración fúnebre (431 a.c.), estableciera una divisoria radical entre Atenas y sus enemigos en el hecho de “somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer”.
Honremos así a Grecia en sus horas más bajas por haber sido los griegos los primeros en entender que sin debate público no hay democracia y démonos cuenta de hasta qué punto la democracia se reivindica en las elecciones que tienen lugar este fin de semana en Francia, Grecia, también en Alemania (aunque regionales) y, no olvidemos, en Serbia. Entre las muchas malas noticias que vivimos estos días no se nos puede escapar una buena. De forma muy incipiente y muy fragmentada, también seguramente con un contenido muy frágil y seguramente reversible, estamos asistiendo estas últimas semanas a la emergencia de un espacio de debate público en el ámbito europeo.
Paradójicamente, el debate está surgiendo donde menos lo esperaríamos. Los europeos nos hemos dotado de un Parlamento (Europeo) enormemente generoso consigo mismo. Sin embargo, hasta ahora se ha mostrado incapaz de generar el debate necesario para sostener esa esfera pública europea que tanto necesitamos, máxime durante esta crisis. Si no lo ha hecho, no ha sido por falta de voluntad, como atestiguan décadas de debates y experimentos institucionales, sino por falta de un poder real y efectivo. A fecha de hoy, ni la Comisión ni el Parlamento Europeo tienen poder ni legitimidad para imprimir un cambio de rumbo a la crisis.
Quien sí lo tiene es el Banco Central Europeo, una institución que necesita, para celebrar una sencilla reunión en Barcelona, la protección de 8.000 policías, el blindaje completo de una ciudad de más de un millón y medio de personas y la suspensión de los acuerdos de Schengen sobre la libre circulación de personas. No está mal para una institución pretendidamente técnica, no política, cuyo mandato formal se limita a controlar la inflación mediante la fijación de los tipos de interés. El vibrante debate entre Nicolas Sarkozy y François Hollande que vimos el miércoles por la noche deja claro que la democracia, pese a las dificultades que experimenta, es el único medio de generar la legitimidad que se necesita para salir de la crisis. Menos mal que, para consuelo de Pericles y Lincoln, el domingo, después de la reunión del BCE, le toca hablar a la gente.
Sígueme en @jitorreblanca y en el Blog Café Steiner en elpais.com
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.