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Tribuna
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Forcejeo en Cartagena

Estados Unidos quería hablar de economía; sus vecinos, de Cuba, drogas y Malvinas

 Las cumbres internacionales se han convertido en instrumentos de la diplomacia como nuevo aspecto de un multilateralismo que avanza. No se espera necesariamente de ellas que celebren o rubriquen grandes acuerdos, sino que sirvan cuando menos de punto de encuentro para jefes de Estado, o reverbero para tomas de posición a las que se quiera dar debida solemnidad. Las cumbres ya no son lo que eran hace más de medio siglo, pero el mundo tampoco lo es.

El fin de semana pasado en Cartagena de Indias, la Cumbre de las Américas cumplió con esas expectativas. Nadie podía esperar que Washington se plegara a la exigencia universal latinoamericana de que se admitiera a Cuba en la próxima cumbre; menos aún que aceptara la despenalización de la droga; y quien pensara que Estados Unidos iba a apoyar a Argentina contra Gran Bretaña en su reivindicación de las Malvinas es que no lee inglés. La cumbre no fracasó porque se airearan esos desacuerdos, sino que, al contrario, el hecho de que se expusieran permitió salvar los muebles. La cita no fue de las que marcan un antes y un después, pero sí subrayó que si el antes sigue siendo el mismo, el después —la próxima cumbre en Panamá en 2015— debería ser diferente. ¿Existirá para entonces el bloque bolivariano? ¿Cumplirá este su amenaza de no acudir a la cita, si Cuba sigue excluida? ¿Habrá, incluso, cumbre?

En La Joya del Caribe colombiano se ha desarrollado un forcejeo sobre la naturaleza de la agenda para las cumbres, en el que se contraponían Estados Unidos y la mayor parte de América Latina. El presidente norteamericano Barack Obama quería centrar la reunión en lo económico con el lema de avanzar hacia la prosperidad de todos; en lo tecnológico con la difusión de Internet; o en lo social con el combate a la inseguridad ciudadana en la zona más peligrosa del planeta. Todo ello, respetable, urgente, y trascendental, que era para lo que fundó la Cumbre de las Américas el presidente Clinton en 1994, pero de negociación tan genérica como de resultados ad calendas. El bloque latinoamericano, y no solo las diversas izquierdas, desde Brasil y Argentina a los bolivarianos, sino también derechas de originalidad contemporánea como Colombia o Guatemala, pugnaban por la extrema politización de la cumbre: Cuba, drogas, y Malvinas, con la pretensión de que Estados Unidos modificara posiciones entre esa Santísima Trinidad de contenciosos; la disyuntiva se presentaba entre cumbres de terciopelo o de pelo en pecho.

Es sumamente dudoso que ni siquiera Barack Obama reelegido para un segundo mandato pudiera plegarse a la admisión del régimen castrista en el areópago del hemisferio; que reconociera que el mercado de la droga en EE UU, con un giro de 45.000 millones de euros al año, es el gran nutriente del narco; y que el tráfico de armas Norte-Sur —Amnistía Internacional calcula que hay 15 millones de armas cortas en manos de particulares en América Latina— es su mejor instrumento; e igualmente, las naciones latinoamericanas que declaran fracasada la lucha policial contra el narco deben reconocer que son las primeras culpables del flagelo por la corrupción de una fuerza pública que ni lucha ni actúa como verdadera policía; y, finalmente, que en el conflicto de las Malvinas, Washington no va camino de preferir Cristina Fernández o Dilma Rousseff a David Cameron, como pudo comprobarse en las recientes visitas de la presidenta brasileña y del primer ministro británico a Obama, en las que la primera se quedó sin cena protocolaria con el presidente, honor que, en cambio, sí mereció el segundo.

En el reparto de premios, Colombia brilló por una organización impecable y su presidente Juan Manuel Santos estuvo elocuente para postularse como país bisagra entre las sensibilidades latinoamericanas. Pero el continente estaba gravemente descoordinado: el boicot del presidente ecuatoriano Rafael Correa a la cumbre no sirvió a ningún propósito; el propio Santos olvidó a Malvinas en su alocución central; el líder venezolano, Hugo Chávez, dejó que su enfermedad explicara tácitamente su ausencia; el nicaragüense Daniel Ortega hizo asimismo forfait a última hora; México solo se interesaba por el combate al narco y Rousseff parecía estar allí básicamente para que todos vieran cómo Brasil trataba de tú a tú a EE UU. El relativo mérito de la cumbre ha consistido en defender posiciones aunque estas no gusten a Washington. Pero en la cita de Panamá es probable que se compruebe que Américas siempre hay demasiadas.

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