"Crujía bien feo"
El mayor temblor que se recuerda desde el de 1985 siembra el pánico en la Ciudad de México
- ¿Usted tiene hijos en mi colegio? – le preguntó un crío a una señora.
- No, tengo nietos y sobrinos –respondió la mujer.
- Pues van a morir todos – dijo el niño partiéndose de risa, y los adultos que lo rodean lo miraron con simpatía, porque el susto ya había pasado.
México DF crujió como no se recordaba en muchos años. "Este estuvo un poco más leve que el de 1985 [cuando murieron miles de personas]", comentaba Gilberto, vigilante de seguridad de un edificio del barrio de La Condesa, media hora después de que un seísmo de 7,9 grados en la escala de Ritcher pusiera a toda la ciudad en la calle con cara de pánico. La tierra había dejado de temblar, las sirenas de la policía y de los bomberos ya se oían menos. Pero los cuerpos de la gente seguían temblando y las bocas no dejaban de hablar, como si de esa manera equilibrasen el balanceo de los nervios, el balanceo de la tierra que acababa de revolverse.
- Crujía bien feo – decía una mujer en un grupo de análisis improvisado entre vecinos.
- Está habiendo réplicas – añadía un hombre..
- Sí, la segunda – confirmaba una mujer.
- Por ahorita no se han reportado defunciones – se sumaba uno más, tratando de calmar los miedos.
Dentro del grupo de conversación solo se mantenía en un silencio imperturbable una anciana en silla de ruedas, abrigada por un chal y con una pantuflas de ante negro. Asustada, más que cualquiera de los niños recién llegados del colegio, que casi veían la "experiencia" como una fiesta, la que les apartó de las aburridas clases este mediodía.
En la Avenida Insurgentes, que cruza parte de la ciudad de México, un edificio en obras sufrió algún desprendimiento durante el temblor. A la altura de la calle Campeche, los dependientes salieron corriendo de las tiendas y varias señoras, asustadas, agarraban los celulares [teléfonos móviles] para llamar a sus hijos. Pero las líneas de teléfono estaban caídas. La luz se marchó. Hacia el extranjero solo funcionaban los correos electrónicos y la mensajería de los teléfonos inteligentes, aunque no tan listos como para recuperar la red. No muy lejos de la zona, en la delegación de Azcapotzalco, un puente peatonal se derrumbó sobre un microbús. El conductor, único ocupante del vehículo, resultó ileso.
"Esos dos edificios que están nuevos tronaban horrible", proseguía el vigilante, reanudando los comentarios. Él estaba en la calle cuando el terremoto se desató. Aseguraba que uno de los edificios de la zona hizo un bamboleo imposible de un lado a otro, y que incomprensiblemente no se derrumbó.
El latigazo duró en torno a dos minutos. La primera sensación, comentaban los más jóvenes, es la del mareo. "Me voy a desmayar de un momento a otro". Luego uno es consciente de lo que sucede y nota lo mismo que al ser llevado por una ola.
Tras más de media hora con la ciudad paralizada, la gente al fin iba desapareciendo de las calles y volviendo a sus rutinas. Un vocho –como llaman aquí a los viejos Volkswagen escarabajo que circulan medio desvencijados por la ciudad- arrancaba y salía traqueteando hacia algún lugar. Un vendedor ambulante de agua atravesaba en su bicicleta cargada de garrafas la misma calle en la que un edificio había movido sus caderas hacía una hora. Los puestos de jugos y fruta fresca volvían a tener clientes. Los libros de las tiendas eran recolocados en las estanterías.
El trueno subterráneo proveniente de la costa del océano Pacífico fue más escandaloso que dañino, según las primeras informaciones. Pasado el mal rato, el único ser damnificado de la primera calle donde conversaba los vecinos era un gato. Lo buscaba un joven con gafas de sol. Decía que escapó de casa despavorido. Una mujer mayor le recomendaba que lo buscase "debajo de los carros [coches]". Dos horas después el Distrito Federal había recuperado la calma. El viento movía las hojas del suelo. En este primer día de primavera, las calles recordaban ahora al otoño. "Y parece que ahora se está levantando un poco de aire", comentó una vecina, certificando el regreso a la normalidad.
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