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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El error del Consejo Constitucional

Las dos Cámaras tendrán la última palabra sobre el genocidio armenio Siempre y cuando el Parlamento y la justicia no lo reexamine

Manifestantes protestan frente a la Asamblea francesa.
Manifestantes protestan frente a la Asamblea francesa.PHILIPPE WOJAZER (REUTERS)

La ley tiene la última palabra. Y las instituciones de la República.

De forma que la invalidación por el Consejo Constitucional [francés] de la ley aprobada por las dos Cámaras para la penalización de la negación de los genocidios será, a ojos de la justicia y hasta que esas mismas Cámaras lo reexaminen, la última palabra en este caso.

Aun así...

El respeto del Estado de derecho y la consideración debida a sus reglas no deberían cegar a los ciudadanos ante ciertos hechos, algunos de ellos preocupantes.

Por ejemplo, las presiones ejercidas por los representantes de Turquía antes de la demanda de actuación del Consejo.

El Consejo se ha visto seriamente comprometido por el posicionamiento de algunos miembros
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Los autocares de manifestantes nacionalistas conducidos bajo las ventanas de los senadores para exigir el derecho a atentar libremente contra la memoria de los muertos y el honor de los supervivientes.

La increíble carta firmada el 30 de enero por un magnate del CAC 40, el señor De Castries, a la sazón “copresidente del comité científico” del Instituto del Bósforo —principal grupo de presión franco-turco— y, por otra parte, presidente de Axa, que, en nombre del futuro de las relaciones entre ambos países, conjuraba a los parlamentarios a desoír la petición de los franceses de origen armenio.

La batalla no se sitúa en el reconocimiento  “de la memoria histórica”,sino en la elaboración de una ley justa

Y la misma composición del Consejo, cuya imparcialidad, sabiduría y altura de miras, imprescindibles en una deliberación de esta naturaleza, se han visto seriamente comprometidas por una serie de posicionamientos de sus miembros que el semanario Le Canard Enchaîné recordaba oportunamente.

Como el del exsenador Haenel, cuya pertenencia al Instituto del Bósforo nunca ha sido un secreto y, por esa misma razón, no tomó parte en la votación, pero al que no le faltó tiempo para redactar un informe lamentando que la primera ley, la de octubre de 2001, que reconocía el genocidio, “mine los intercambios económicos bilaterales” entre Francia y Turquía.

Como el de la abogada Jacqueline de Guillenchmidt, que tampoco pudo votar, puesto que en 2008 fue cosignataria del famoso Llamamiento de Blois “por la libertad de la historia” (y cuyo amor por la libertad, dicho sea de paso, aún no la ha llevado a exigir a Ankara la liberación de Ragip Zarakolu, el editor turco encarcelado por haber publicado las obras de ciertos historiadores que denunciaban el exterminio programado de los armenios).

El inefable Michel Charasse, cuya reputación de “sabiduría” es bien conocida y cuya hostilidad hacia el texto era del dominio público cuando el lobby negacionista inició su campaña.

El presidente del Consejo, el no menos inenarrable Jean-Louis Debré, que en 2006, cuando era alcalde de Evreux, ordenó aserrar de una placa en honor de la amistad franco-armenia una inscripción que evocaba a las víctimas del genocidio.

Y no entro en las condiciones en las que el caso fue sometido al Consejo y que, según varios juristas, podrían constituir un desvío de procedimiento.

No se trata, lo repito, de poner en tela de juicio el principio de un fallo que, como toda decisión de toda asamblea republicana, se considera que carece de autor y trasciende los motivos, las virtudes o, por desgracia, la ausencia de virtudes de aquellos que lo han inspirado.

Pero el confusionismo es tal que no está de más recordar que esta alta asamblea no es tan alta como nos dicen; que, en todo caso, no es ese Tribunal Supremo a la francesa que pretenden unos y otros; y que se tomó bastantes libertades con el artículo 3 de la orden del 7 de noviembre de 1958, que definía sus reglas de funcionamiento y exigía que sus miembros “jurasen cumplir con sus funciones” con la mayor “imparcialidad”, “mantuviesen sus deliberaciones y votaciones en secreto”, “no adoptasen ninguna posición pública” ni “emitiesen opinión alguna sobre las cuestiones de la competencia del Consejo”.

Y, sobre todo, no está de más reconfortar a aquellos que han perdido la esperanza ante el carrusel de intereses e influencias organizado en torno a esta noble causa que es la causa de la verdad. No está de más esperar que la última palabra no sea para los partidarios de una libertad de expresión que se traicionaron a sí mismos al apresurarse, al día siguiente de la votación, a recalificar el genocidio de los armenios como “masacre” y a ponerse en manos de ciertas “comisiones de historiadores” para establecer la “veracidad de los hechos” (una maniobra que hemos visto antes): un Consejo desacreditado, por muy constitucional que sea, no puede ser depositario de la verdad; y la decisión que acaba de tomar no altera, por suerte, el desenlace de una batalla que ganaron hace ya tiempo los historiadores de los genocidios.

No se trata, y lo he dicho cien veces, de la batalla por no sé qué “leyes de la memoria” con cuyo fantasma nos amenazan una y otra vez.

Sino de la batalla por el reconocimiento de la singularidad radical de esos acontecimientos propios de los tiempos modernos que son los genocidios.

Una ley por la humanidad.

Una ley por el respeto de esas verdades, tan infrecuentes, cuya transgresión nos amenaza a cada uno de nosotros, pues apunta a la especie humana directamente al corazón.

Una ley justa, eminentemente universalista, que esperamos vuelva al orden del día de la mano del próximo presidente, sea quien sea.

(Traducción de José Luis Sánchez-Silva)

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