La decadencia de la política
La caída de Wulff empuja a la opinión pública un peldaño más hacia el descrédito de las instituciones
Esta vez, no porque el mal sea de muchos el consuelo es general.
La caída del jefe de Estado alemán, Christian Wulff, por unas vacaciones y préstamos sospechosos, desgarra otro jirón del ya deteriorado descrédito de la clase política, que colecciona interminables escándalos en España.
Y no es que la corrupción política sea un fenómeno nuevo en Europa, que ha asistido al mismo espectáculo en todas las décadas. El último, a la espera de los juicios de Berlusconi, es el que llevó recientemente a la condena del expresidente Jacques Chirac.
Pero lo que es nuevo es una crisis que, además de los bolsillos, ha enturbiado la confianza en los gestores públicos y elevado el nivel de intolerancia ante los gobernantes a niveles que aún no han conocido el límite. Las últimas encuestas del CIS han ido recogiendo cómo la clase política es vista como el principal problema por los españoles inmediatamente después de los problemas económicos. El paseo por el banquillo de dos expresidentes autonómicos del PP, Jaume Matas y Francisco Camps, el agujero negro en que se convirtió el fondo para los EREs tramitado durante el mandato de tres consejeros diferentes del Gobierno socialista andaluz, la trama Gürtel y hasta el supuesto enriquecimiento que hará desfilar en los próximos días al yerno del Rey -él no un político, pero sí un hombre contagiado del halo del poder estatal- llegan en momentos terribles para la ciudadanía, en momentos de un sufrimiento extremo cuyo final no se vislumbra aún.
Pero el político como problema, el político que no solo no sabe dar respuestas a la crisis, al paro y la hipoteca sino que además se arroga privilegios y saca provecho de su profesión ha encontrado ahora un espejo inverso, nuevo, interesante, en el panorama europeo: los tecnócratas. El principal se llama Mario Monti. El jefe de Gobierno italiano toma decisiones y avanza con la seguridad de un consejero delegado de una empresa que sabe lo que tiene que hacer para que esta funcione, como describió aquí Walter Oppenheimer. No le preocupa la popularidad, solo los resultados. Y funciona.
¿Será esa la solución? No en el sueño de una democracia válida, potente y con respuestas que habíamos creído alcanzar en Europa.
La larga recesión está abriendo un capítulo nuevo de final impredecible: la crisis de las instituciones. Y los escándalos de corrupción, en Alemania como en Baleares, solo empujan a la opinión pública a descender otro peldaño más hacia ese infierno.
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