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Un político disfrazado de tecnócrata

Mario Monti no quiere pasar a la historia como el bombero que apagó el fuego, sino como el líder que devolvió a los italianos el orgullo de serlo

SCIAMMARELLA

La etiqueta de tecnócrata que Mario Monti lleva a la espalda está a punto de despegarse. Desde que accedió a la jefatura del Gobierno de Italia para intentar restaurar los platos rotos por Silvio Berlusconi, el prestigioso profesor (Varese, 1943) ha dado muestras de un fino olfato para la política y de una capacidad de encajar los golpes bajos que difícilmente se adquieren en las aulas de una universidad –se formó e investigó en Milán y Yale (EE UU)– o en los grises pasillos dela Comisión Europea –fue comisario desde 1994 a 2004–. Los que saludaron, o temieron, la llegada de un tecnócrata al poder sin el democrático bautismo de las urnas se encuentran ahora ante una disyuntiva: ¿es Mario Monti un tecnócrata con el disfraz temporal de político o justamente lo contrario, un político puro, alguien con vocación de influir en la vida pública, pero sin los vicios y las malas artes del oficio?

Vaya por delante una cuestión: en las postrimerías de 2011 y ante la terrible situación económica de Italia, Mario Monti fue nombrado senador vitalicio y propuesto enseguida para primer ministro por el presidente de la República, Giorgio Napolitano, con el encargo urgente de ordenar el desbarajuste patrio y, a la vez, recuperar la confianza de los mercados y de Europa. Ese fue, y sigue siendo, su afán principal, el objetivo prioritario de su doloroso plan de ajuste y, por tanto, el titular de las noticias que acompañan a su nombre. Sin embargo, y a pesar del reto, Monti aprovecha cualquier ocasión para insistir en la necesidad de regenerar la política italiana, de hacerla creíble y merecedora de la confianza de los ciudadanos. No quiere pasar a la historia como el bombero que apagó el fuego, sino como el líder que devolvió a los italianos el orgullo de serlo.

No es fácil. La era de Berlusconi, ese gran charlatán, no se caracteriza solo por el empobrecimiento tangible de Italia, sino también –o sobre todo– por el empobrecimiento cívico. Durante su mandato, la corrupción y el gamberrismo dejaron de ser motivos de vergüenza y se convirtieron en el modelo a imitar. Los hospitales, las estaciones de tren y hasta los monumentos históricos dan fe diaria y vergonzante de una deficiente gestión de los políticos, pero también –aunque sea duro subrayarlo– del poco respeto de la población por lo público. Mario Monti, cuyo mandato tiene fecha de caducidad en 2013, pretende quebrar esa tendencia. Su lucha contra la evasión fiscal –el dinero negro supone el 17,5% del PIB– persigue inocular en la población una idea: "Los que defraudan a Hacienda son unos ladrones que meten la mano en el bolsillo de los que sí pagan".

¿Es este el razonamiento de un aburrido profesor, de un simple tecnócrata? Día tras día, los italianos van descubriendo que Monti –tras su aspecto gris y su retórica densa– esconde una ironía y un manejo de los medios nada despreciable. Su antecesor se teñía el pelo, utilizaba alzas en los zapatos y recurría a los chistes verdes en su alocada carrera por gustar. El profesor se conforma con sacar a pasear de vez en cuando un sentido del humor irónico y socarrón. Berlusconi necesitaba hacer el payaso para brillar en las cumbres europeas. Monti influye sin desentonar entre Merkel y Sarkozy. Aun con estas credenciales, el excomisario europeo –y exasesor de Goldman Sachs– debe aún demostrar que sus llamadas a la equidad y su declaración de guerra a los evasores no son solo palabras. Que su objetivo es mejorar la política y no sustituirla.

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