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TRIBUNA
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Un parto difícil en Europa

Las estructuras de la UE ya han dado pasos importantes para superar la igualdad y la unanimidad

Hasta los especialistas encuentran complicado entender lo que está ocurriendo en la Unión Europea. Para expresarlo en términos simples, hay dos problemas relacionados: quién manda y quién paga las deudas. Primero, estamos ante una transición entre dos formas de gobernar la economía europea: una manera formalista, producto de un proceso constituyente en los años 2000 que buscaba una componenda institucional para una Unión muy numerosa, y otra forma más realista, basada en el poder económico, donde solo quedarán unos pocos en el puente de mando. De hecho, en la historia, los grandes momentos de la integración europea se hicieron a partir de la iniciativa de unos cuantos líderes visionarios. Vamos hacia ese modelo y, probablemente, en el futuro, el órgano decisorio principal será una versión ampliada del llamado Grupo de Frankfurt, con Alemania y Francia, el presidente del Consejo, la Comisión, y los presidentes del Eurogrupo y del Banco Central Europeo. Es muy importante que España intente expandir ligeramente ese directorio en ciernes para participar en él.

Tanto en el plano europeo como en el mundial, el problema más grave que aqueja a las relaciones internacionales es la falta de instituciones y mecanismos de gobernanza. Existen evoluciones muy rápidas en las finanzas, el comercio, el medio ambiente, las comunicaciones o la demanda popular de más democracia, mientras que no tenemos los medios para gestionar esa avalancha de acontecimientos. Pero la necesidad crea el órgano, como ocurre en biología. Ante la crisis financiera, se improvisó la formación del G-20 en noviembre de 2008, y frente a los problemas europeos se están creando grupos de decisión informales, donde las realidades de poder cuentan. Sin embargo, ni el G-20 ni los directorios europeos muestran todavía la eficacia que sería deseable para hacer frente a los graves desafíos que afectan la estabilidad mundial.

La consolidación del nuevo directorio en Europa es un parto doloroso porque debe superar la vieja idea de la igualdad soberana de los Estados y la idea más nueva pero igualmente ilusa de que cuantos más países participen, mejor. La verdad es que las estructuras de la Unión ya han dado pasos importantes para superar la igualdad y su gemela la unanimidad; por ejemplo, en el Consejo, el número de votos de cada Estado miembro se pondera de acuerdo a la población y en el Parlamento los países más grandes tienen más escaños, aunque no ocurre otro tanto en la Comisión, donde cada Estado designa un comisario. Ahora ha llegado el momento de avanzar más, reconociendo el poder económico cuando se trata de decidir sobre asuntos de hacienda y tesoro. El esquema supranacional según el cual las instituciones de Bruselas ejercen un poder fuerte no ha funcionado (la Comisión fue incapaz de embridar los déficits de Alemania y Francia), por lo que hay que ir a un enfoque intergubernamental realista, en el que los representantes de los países grandes compongan sus posiciones para decidir sobre el conjunto de la Unión.

En cuanto a la dimensión continental, se da por supuesto que el nuevo acuerdo abarcará a los actuales 17 países del euro, más otros que no lo son, pero aceptan la disciplina presupuestaria. Sin embargo, el resultado final también puede ser más reducido. Si llegamos a buen puerto tras las tormentas, dentro de una Unión Europea como la actual habrá probablemente un núcleo duro más integrado política y fiscalmente, que fijará las reglas de una moneda común bien sustentada. Si esto ocurre, es una magnífica oportunidad para que España se vincule a la locomotora europea. Reino Unido ha optado por quedarse fuera e Italia tiene el lastre de una gran deuda; por tanto, España puede convertirse en un socio crucial de Alemania y Francia.

Va a ser muy difícil poner todo eso por escrito en un tratado. Los que pensaban que, después del proceso constituyente de la última década, había llegado la calma con el Tratado de Lisboa estaban equivocados porque la integración europea es una aventura pionera en la historia y se está haciendo al tiempo que ocurren cambios extraordinarios en el resto del planeta. Ante la imposibilidad de fijar el nuevo acuerdo en tratados, pudiera ser que los directorios existiesen de manera consuetudinaria, sin base contractual. Pudiera ser también que el proceso de reforma, pilotado por los grandes, fuera más rápido que los anteriores. En cualquier caso, mientras esos nuevos órganos de gobernanza se consolidan, es preciso reclamar mejor calidad de liderazgo. Cuando Delors, González, Kohl y Mitterrand se ponían de acuerdo, no formaban parte de ningún caucus institucional, pero sus decisiones apuntaban en la buena dirección.

España puede convertirse en un socio crucial de Francia y Alemania

Y aquí entra el segundo problema: quién paga las deudas. Los economistas más autorizados (O’Rourke, Stiglitz, Véron, entre otros) tienen serias dudas sobre la solución acordada en el Consejo Europeo de diciembre y, de manera más fundamental, sobre los instintos económicos de Angela Merkel, que impuso el acuerdo. Cuando el Consejo decidió que la reforma más importante es establecer un límite legal al gasto público en los Estados, muchos pensaron que eso es como instalar un nuevo sistema antiincendios en una casa que está ardiendo pasto de las llamas. Los líderes siguen negando la evidencia de una deuda que no puede pagarse, mientras aplican mayor presión sobre los países endeudados, que son los eslabones más débiles. Es obvio que estos países están condenados a un gran descenso del nivel de vida mientras que deben trabajar más, pero también es verdad que los países ricos deberían mostrar solidaridad si desean mantener el euro y evitar un colapso de la Unión. La necesidad de emisión de deuda europea para calmar a los mercados y permitir el crecimiento es un grito clamoroso de los expertos. Está por ver si Alemania, Holanda y otros saben mostrar la suficiente grandeza de miras y aceptan pasos así hacia la solución de la deuda y la integración económica. Si, por el contrario, persisten en mantener su crecimiento y nada más, probablemente se romperá la baraja, una situación de consecuencias imprevisibles para la que no estamos preparados.

El paso de un sistema de gobernanza superficial e ineficaz a otro más integrado supone que los países pequeños deben aceptar que su vieja soberanía tiene un valor simbólico y cultural pero escaso contenido económico. Por su parte, los grandes que quieren tomar el control deben comprender que adquieren una grave responsabilidad. Si Merkel (con la acción moderadora de Sarkozy y, esperemos también, Rajoy) quiere decidir sobre el destino de griegos, irlandeses y portugueses, entre otros, debe actuar como mandataria europea y no solo como presidenta de los alemanes.

Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense de Madrid.

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