La crisis del euro desde la política y la ética
El caos de la desunión económica nos ha llevado a la dictadura de los mercados
En política, la mayoría de las veces, la ética solo funciona cuando coincide con los intereses. Cuando no coincide se vuelve estéril. Para comprobar lo que acabamos de decir, debemos prestar atención a ciertos elementos, piezas clave del método analítico. Son los condicionamientos.
Al final de la década de los cuarenta, los Estados de Europa Occidental se vieron afectados por tres realidades condicionantes. Los desastres de la II Guerra Mundial con una Alemania preocupada por su postración. La existencia de un comunismo agresivo convencido de las posibilidades de su éxito. Y la presión protectora de Estados Unidos a favor de la unidad europea para responder mejor al desafío de la guerra fría. El triple condicionamiento fue tan fuerte que dio a luz una ética profunda basada en la apreciación empírica de lo común. Los exponentes más elevados de dicha ética se dieron en los padres de Europa: “Servir a la humanidad es un deber igual a aquel que nos dicta nuestra fidelidad a la nación” (Robert Schuman). “En cualquier parte del mundo, lo que divide a los hombres puede llegar a serles común” (Jean Monnet). Y Konrad Adenauer, llegó a afirmar que se sentía más europeo que alemán. La afirmación de Adenauer elevaba el interés político de sacar a Alemania del hoyo a una gran altura moral.
La unión del interés y del valor ético de lo común, consiguió enormes frutos: la CECA, el mercado común e interior, la ciudadanía europea, la cultura, las regiones, los fondos estructurales y de cohesión, la moneda única, la política exterior común, la cooperación en asuntos de justicia e interior.
Después del Tratado de Maastricht los condicionamientos variaron. El recuerdo de la II Guerra Mundial se desvaneció. El comunismo sufrió en Europa la severísima derrota de su destrucción. Los Estados europeos comenzaron a sentir el cansancio de ser dominados desde fuera y quisieron poner un freno a lo que consideraron indeseables recortes a su soberanía. Declaraciones como las citadas antes de los padres de Europa desaparecieron de nuestros dirigentes. De esa actitud nacieron: 1. Textos ilusorios: “Europa está en camino de convertirse en una gran familia” (Laeken). 2. Textos poco sinceros como que al presidente de la Comisión lo elige el Parlamento Europeo o sobre la excelencia de los partidos políticos europeos cuando los 199 partidos que forman el Parlamento Europeo son partidos nacionales. Y sobre todo: 3. Textos ausentes, pues como se ha visto en la crisis del euro aquello sobre lo que el Tratado de Lisboa no legisló fue más necesario que aquello sobre lo que legisló. La historia de la unión de Europa, desde la profundidad moral que lleva consigo su construcción, queda dividida en dos periodos: antes de Maastricht y después de Maastricht.
El ideal de lo “común” de Schuman, Monnet y Adenauer rebrota tenuemente en los dirigentes
La reticente actitud de los Estados con respecto a la unidad propició abundante caos. La inutilidad de lo legislado sobre cooperaciones reforzadas, la contradictoria presencia de los Parlamentos nacionales en el organigrama de la Unión, la feroz división de los Estados en política exterior. Con la actitud individualista que caracterizaron las negociaciones y sus consecuencias durante todo el comienzo del siglo XXI, los Estados, al llegar la crisis económica del 2008, se hicieron automerecedores de un fuerte castigo. Las dos instituciones para mantener al euro (el Banco Central Europeo y el Pacto de Estabilidad) resultaron insuficientes. Tuvieron que añadirse el Pacto por el Europlus y el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera. Y a pesar de que se ampliaban sucesivamente soluciones como la del aumento del Fondo, el problema crecía. A la crisis griega le siguió la de Portugal y a la de Portugal, la de Irlanda. El peligro alcanzó a España y a Italia. Y afectó también, incluso, a Francia. Hubo no solo un contagio cuantitativo, sino un hundimiento cualitativo hasta necesitar Grecia, la condonación del 50% de su deuda. La antigua Comunidad Europea que desgraciadamente cambió su nombre y su realidad por el de Unión Europea siguió evolucionando hasta llegar a ser el marasmo europeo.
El castigo de los Estados, no fue un castigo recibido de fuera como el que sufrieron aquellos navegantes convertidos en cerdos por la diosa Ceres. Fue su independiente y desordenada acción la que les convirtió en empresas ruinosas. Aumentaron los agobiantes intereses de los bonos en grave perjuicio de los ciudadanos. La liebre de los problemas siguió corriendo más que el galgo de las soluciones. Y así como el caos político pone a una sociedad en manos de un dictador, el caos de la desunión económica en una misma zona monetaria, ha puesto a nuestros Estados bajo la dictadura de los mercados.
Tres luces, sin embargo, aparecen en el marasmo. La primera es la existencia de un potente condicionamiento a favor de la unidad. La segunda, la presencia de una zona núcleo. La tercera, la inicial vuelta a los valores.
El condicionamiento a favor de la unidad es la unión monetaria con su extraordinaria fuerza motivadora. Ahí están los grandes esfuerzos de los Estados poderosos y la cooperación sacrificada de los Estados débiles. Tiene tanta fuerza para la unidad este condicionamiento, que nadie quiere repetir lo que se hizo con el Sistema Monetario Europeo; abandonarlo.
La segunda luz es el influjo direccional de Alemania entre los Estados de la Unión Europea. El teórico de las Relaciones Internacionales, Ernst B. Haas, dice que uno de los factores decisivos para la formación de una unión de Estados es la existencia de una zona núcleo. Algo muy demostrado. España para unirse tuvo el núcleo de Castilla. Alemania el de Prusia. Italia el del Piamonte. La OTAN el de Estados Unidos. Y así, un largo etcétera.
Si en la actualidad, Alemania fuera un país como Italia o como España ¿qué quedaría de la unión monetaria? Probablemente, nada. Pero Alemania, como núcleo de la zona euro, es más. La comparación entre Bismarck y Merkel es posible. No buscando si Merkel tuvo un amor parecido al de Bismarck cuando se fue en un transatlántico con aquella rubia inglesa que tanto le fascinó, sino constatando que así como Bismarck se encontró con la invitación histórica de unir a Alemania con los instrumentos bélicos propios del siglo XIX, Merkel se encuentra ahora con la invitación histórica de unir a Europa, en parecidas convulsiones, con los elementos financieros y políticos propios del siglo XXI. No se trata tanto de discutirle contenidos como de experimentarla como posible líder que tantos años decimos que necesitamos en Europa.
Es entonces cuando aparece la tercera luz. El ideal de lo “común” de Schuman, Monnet y Adenauer rebrota tenuemente en los dirigentes. Pero como he dicho al principio, en los políticos, la ética, para que sea operativa, tiene que coincidir con los intereses. Las numerosas diferencias técnicas partidistas que nos agobian cada día no deben ir por encima de la ética (unión) y de la política fundamental (zona núcleo). Hay que reinterpretar las instituciones para que los más altos dirigentes puedan y quieran pasar a Europa desde sus Estados grandes, como con mucha presteza, Barroso y Van Rompuy pasaron a Europa desde sus Estados pequeños. Y podamos con nuestro voto hacerle llegar algo a Merkel y no quedarnos marginados, en elecciones europeas, al Rajoy y al Rubalcaba de turno. Querer intervención completa del Banco Central Europeo y Tesoro europeo (formas de Superestado negado por Laeken, la Convención y Lisboa), sin aceptar formas genuinas de partidos políticos europeos, es éticamente engañoso y políticamente, engañoso también.
Santiago Petschen es profesor emérito de Universidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.