Alemania en su laberinto
Merkel se ha apartado de la vía de Schmidt y Kohl: mejor una Alemania europea que una Europa alemana
Alemania tiene obligaciones contraídas en el tiempo de los nazis que se proyectan a lo largo del siglo XXI y quizá del XXII”. Los deberes son para con Europa; el origen de los mismos, Auschwitz, y el tiempo de amortización, varias generaciones. El autor de esta contundente afirmación, publicada en el diario económico Handelsblat, es Helmut Schmidt, el excanciller socialdemócrata alemán. La hizo hace un tiempo y sigue repitiendo lo mismo.
Schmidt está preocupado por Alemania. Nadie como él, un experto economista, sabe lo que significa la estabilidad financiera y monetaria, pero él pertenece a una generación que tenía igualmente claro la necesidad de combinar ese supuesto “con las necesidades estratégicas de la integración europea”. Algo, en su opinión, que desconoce Angela Merkel quien, al igual que la mayoría de políticos europeos actuales, “están aprendiendo su oficio ejerciéndolo”, es decir, que no estaban preparados cuando fueron elegidos, así como tampoco sus asesores económicos, personajes “reaccionarios en lo tocante a la integración europea porque actúan movidos en exceso por intereses nacionales”. El resultado de esta nueva deriva es azuzar en el pueblo “una arrogancia, pronta a dar lecciones a los demás, algo que convierte a los alemanes en algo mucho más vulnerables de lo que ellos se imaginan”.
Es raro situar la crisis del euro en un contexto de tanto vuelo. Nos han repetido tanto que el problema es el apetito desordenado de los Südländer, “la gente del sur”, de vivir por encima de sus posibilidades, que ya nos hemos resignado a que los que han gobernado mejor la casa —y que son además los más ricos y nuestros acreedores— nos recuerden un día sí y otro también que lo nuestro es callar y adelgazar. Pero el excanciller Schmidt, que no niega el despilfarro, aunque señale de paso el interés que tuvo Alemania en abrirnos el grifo del crédito, supedita los remedios económicos de la crisis a criterios políticos. El problema de la deuda es la construcción europea y no al revés. No podemos desligar la deuda soberana de algunos países con Alemania de la deuda moral de Alemania con Europa. Si alguien no puede confundirse en ese diagnóstico es Alemania.
Cuando se produjo la reunificación alemana, después de la caída del muro de Berlín, fueron muchas las voces que mostraron su preocupación por el nacionalismo alemán. Mitterrand, que apoyó la reunificación, se sintió obligado a recomendar, fiel en esto al dictum marxiano de que “los alemanes se encontraban con la libertad en el día de su entierro”, que guardaran como oro en paño “la libertad que habían recibido de los aliados”. Y Cohn-Bendit desempolvó un texto de Camus, escrito en 1944, en el que animaba a los alemanes a ver Europa “no como un espacio cerrado de valles y montañas”, que es lo que hacían, sino “como la tierra del espíritu y de la esperanza en la que han discurrido todas las aventuras del espíritu humano”.
En ese momento en el que al parecer solo se jugaba la reunificación de un país dividido, los espíritus más clarividentes vieron el peligro de que la ocasión sirviera para reanimar a los viejos demonios familiares. Y eso no podían permitírselo ni los alemanes ni el resto de los europeos.
Había entonces una clara conciencia de lo que los alemanes habían recibido de Europa y de lo que también debían a Europa. Helmut Kohl lo entendió perfectamente, por eso no tuvo dudas en apostar por un incierto euro, dejando atrás la solidez del marco, porque prefería “una Alemania europea a una Europa alemana”. Kohl asumió que Alemania tenía que pagar la factura del euro, sin cobrárselo en protagonismo político. “Cuando yo mandaba”, sigue diciendo Schmidt, “siempre dejaba pasar por delante a los franceses en la alfombra roja. Nunca pretendí convertirme en líder”. Un asunto de estética, pero también de ética.
Está claro que la cultura de la responsabilidad histórica no es el fuerte de la canciller Merkel. Para ella el que paga, manda. Este exceso no puede llevarnos a nosotros, “la gente del sur”, a la exculpación de los propios errores. Hay que poner orden en la casa y reconocer cuanto antes que como país somos más pobres de lo que nos decíamos. Pero todas las medias de ajuste que se han tomado y las que haya que tomar no deberían perder de vista esta doble verdad. La primera, que Europa es el destino común. Los españoles seguimos ciegamente al Ortega de “España es el problema y Europa la solución”. Y los alemanes tampoco pueden olvidar que se encontraron con la democracia el día que los aliados acabaron con su singular nacionalismo y les devolvieron a Europa. La segunda, que la unión europea nació en el Lager. En esa especie de testamento espiritual que fue su discurso en Büchenwald, Jorge Semprún nos pedía visitar el campo “para meditar sobre el origen y los valores de Europa”. Como si la energía necesaria para la solidaridad entre los pueblos europeos solo pudiera manar de la común experiencia de inhumanidad.
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