Rusia, el final de la embriaguez
El partido de Putin se ha degradado como el de "ladrones y tramposos. La corrupción reina
Los grandes acontecimientos avanzan con pies de paloma, señalaba Nietzsche. ¿Por qué son tan silenciosos, si no es porque atacan nuestros prejuicios y denuncian nuestras miopías? Así ha sucedido con las elecciones rusas de este 4 de diciembre de 2011. La bofetada magistral que infligen al partido presidencial da inicio al declive de una apariencia (“imitación”, dicen los disidentes) de democracia y al fracaso de las ilusiones que ha alimentado.
Y, sin embargo, el año debía de terminar en apoteosis para el número uno de Rusia. Su estrella brillaba en lo más alto. Había conseguido los Juegos Olímpicos, la Copa del Mundo de fútbol, estrellas hollywoodienses y francesas debidamente remuneradas corrían a celebrar su cumpleaños, el mundo de las lentejuelas y de los poderosos sonreía al petrozar. La apertura otoñal del gasoducto del Báltico con dirección a Alemania coronaba su control casi absoluto de los recursos energéticos de la Unión Europea. Merkel, Fillon y Medvédev habían saludado juntos ese dominio; un eje Moscú-Berlín-París (en ese orden de prelación), como subraya Immanuel Wallenstein, profesor de geopolítica en Yale.
Golpe doble: Putin se designaba “candidato” elegido de oficio a las presidenciales de 2012, con la perspectiva asegurada de conservar el Kremlin hasta 2024 y de alcanzar un récord de longevidad soviética. Golpe triple: el Premio Confucio. Este contra-premio Nobel de la Paz madurado por la China comunista para fastidiar a Liu Xiabo (laureado con el verdadero Premio Nobel, que sigue encarcelado), ha sido concedido este año al amigo ruso. Los “considerandos” le consagran (sic) héroe de la resistencia a las intervenciones occidentales en Libia, campeón del veto a toda sanción de la ONU a su cómplice de asesinatos en masa, Assad el sirio, last but not least: modelo de la lucha “antiterrorista”, versión poscomunista, es decir, más de 200.000 chechenos muertos sobre una población de menos de un millón de habitantes… Incontestado en Europa, autócrata permanente en Moscú, matarife en el Cáucaso, compadre planetario (con los chinos) de todos los déspotas de turno, desde Irán a Corea del Norte, Vladímir Vladimirovich leía su porvenir de color rosa.
Antes del desafío de las elecciones del 4 de diciembre, el proyecto “eurasiático” del Kremlin parecía un vencedor infalible. Contra la Alianza atlántica, designada siempre enemigo número uno de la sacrosanta Rusia, contra la “ilusión” de los derechos del hombre, el nuevo bloque Confucio Pekín-Moscú se mostraba estable y seguro de sí. El Kremlin erizaba de misiles sus fronteras con Europa, hacía crujir a sus inmediatos vecinos, enterraba la democracia en Ucrania y ocupaba el 20% de Georgia… Ante la crisis económico-política que asuela el Occidente democrático, he ahí un modelo apto para seducir a los poderosos y a los hombres de orden de los cinco continentes. El axioma de los antiguos miembros del KGB (Gestapo soviética) parecía verificarse: el fin del imperio soviético —Putin dice “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”— no era el fin de la historia, sino un accidente reversible. El “poder vertical” a la rusa y el “despotismo ilustrado” de tipo chino prometían triunfar sobre el desbarajuste democrático. Tras las huellas de la gran crisis de 1929, unas dictaduras policiales y arrogantes, a la vez rivales y aliadas, decidieron las desgracias del mundo. ¿Bis repetitat?
El enorme maná de gas y petróleo no ha traído consigo la reindustrialización
Al oeste, entre nosotros, gran cantidad de expertos y de responsables se engañan acerca de la solidaridad, del poderío, incluso de la sabiduría de los autócratas postsoviéticos y posmaoístas. ¿No iríamos a esperar que salvasen al euro gratuitamente y con toda benevolencia? ¡Venga ya!
El pánico inicial suscitado por las revueltas de la primavera árabe indica hasta qué punto los potentados “eurasiáticos” están menos seguros que nosotros de la perennidad de su poder. En la red china toda evocación del jazmín está tachada. ¿Por qué? Túnez no es Pekín, ni la pequeñez tunecina es comparable con la inmensidad china. El mismo desconcierto que en Moscú, donde la menor contestación —Putin silbado por la multitud en un ring— evoca el Apocalipsis, y acarrea el redoblamiento inmediato de la censura.
A pesar del bloqueo de las redes sociales, de la interferencia de los blogs, de los ataques de los hackers a las páginas independientes, a pesar de los telediarios unívocos, a pesar del insolente relleno de las urnas, de la falsificación de los recuentos electorales, de las intimidaciones a todos los niveles, a pesar de la orden dada a los gobernadores de obtener, cueste lo que cueste, un 65% de votos “correctos”, el partido oficial Rusia Unida se ha visto degradado como “partido de los ladrones y los tramposos”.
Los rusos no sabrían significar mejor que su Estado carece de crédito (tramposos) y de ley (ladrones). Lo saben, lo viven. ¿Quién se puede creer que el 98% de los chechenos hayan votado libremente por sus asesinos?
La corrupción reina como dueña y señora, desde lo más alto a lo más bajo, y relega a la gran Rusia al rango de Somalia, tras Zimbabue, en la escala publicada por Transparency International. En 2011, el dinero de la corrupción se evalúa en 300.000 millones de dólares (30.000 millones los años precedentes): los bolsillos de los que lucen galones son insaciables. Diez años de Putin, 10 años de predadores serviles, han confirmado el diagnóstico de Mijaíl Jodorkovski, antiguo oligarca y hoy prisionero político ad infinitum por haber descubierto que el zar estaba desnudo, incapaz y podrido. ¿Qué dice? Que la corrupción universalizada es un peligro peor que el nuclear.
El enorme maná de gas y petróleo no ha traído consigo la reindustrialización de Rusia. Una vez enjugado con tacañería el consumo de las clases medias, las inmensas fortunas se invierten fuera de las fronteras. Todo pasa como si el 50% de la población se compusiera de bocas inútiles, destinadas al malestar y a la miseria, condenadas a padecer la embriaguez, la prostitución y las enfermedades, con la tuberculosis y el sida a la cabeza, y no atendidas por falta de medios.
¿Adónde va a parar el fabuloso tesoro no invertido en Rusia? Viene donde nosotros. A manos de los déspotas y de los oligarcas a su servicio: todo un formidable poder nocivo. La corrupción se nos revela como una enfermedad contagiosa y el putinismo como una viruela sin fronteras… Atrevámonos a mirar a la cara al mal ruso, en ello está en juego nuestro futuro. Sin libertad de examen ni de crítica, sin poder de información y de expresión que escapen a la autoridad de las autoridades no hay límites al poder de destrucción de la corrupción posmoderna. La cuestión del siglo XX fue: totalitarismo o democracia. La cuestión de hoy es: democracia o corrupción. Los rusos empiezan a plantearla. Y a nosotros nos corresponde escucharles.
André Glucksmann es filósofo francés.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
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