La crisis de la avaricia se gestó durante 30 años
La recesión no puede ser vencida con más deuda artificial y menos impuestos
En 1979, Margaret Thatcher fue elegida primera ministra de Reino Unido. En 1981, Ronald Reagan fue elegido presidente de EE UU. Treinta años después, vivimos en el núcleo de una tormenta perfecta que tiene su raíz en el giro brutal que dichos líderes imprimieron a la economía financiera globalizada.
El cambio político conservador fue posible porque iba acompañado de tres fenómenos económicos capitales. El primero, la aparición de un mercado financiero autónomo que se separa de la economía real y se internacionaliza irreversiblemente.
El segundo, la liberalización de las tecnologías de la información, que conduce a “la crisis de las telecomunicaciones” (Diego López Garrido, Fundesco, 1989) y que tiene como fechas de referencia el Consent Decree de 24 de agosto de 1982 (desmantelamiento de ATT) y la decisión desreguladora del juez Greene del 7 de marzo de 1988.
Hay que hacer lo contrario de lo que hicieron Reagan y Thatcher
El tercer fenómeno es el más importante a nuestros efectos y deriva de los anteriores. En efecto, dado que el mercado financiero consiguió desatarse de sus anteriores regulaciones, fue capaz de crear dinero artificialmente, moviéndose a la velocidad de la luz, a lo largo y ancho del planeta, por las autopistas tecnológicas que le suministró la informática y la telemática, también desregulada. Esta creación de dinero tomó la forma de deuda, transmitida sin límites porque en cada transmisión hay una ganancia para el broker, entidad o banco de turno. Este es el proceso histórico en el que con mayor claridad se haya visto la fuerza depredadora que tiene el impulso humano hacia la codicia.
Tal proceso no ha sido inocuo políticamente. El thatcherismo y los reaganomics han empujado en el último cuarto de siglo XX a un crédito fácil sin fronteras, que terminó por seducir fatalmente a los Estados occidentales, con gran necesidad de financiación. De ahí que, desde 1987 a 2007, la deuda pública, consecuencia del déficit creciente de los países de la OCDE, pasara de representar el 55% del PIB al 100%.
El hecho paralelo, en ese mismo periodo (1987-2007), es el frenazo a la otra fuente de ingresos públicos, los impuestos. Especialmente, la degradación y debilitamiento de los impuestos directos progresivos. Desde Reagan y Thatcher la tributación dio un vuelco (The Economist, 24-9-2011). Los tipos marginales más altos aplicados a los más ricos se desplomaron en los países desarrollados. Durante la era Reagan la tasa marginal más alta en el impuesto sobre la renta cayó del 70% al 28%. En Reino Unido, Thatcher (entre 1979 y 1988) descabezó el impuesto sobre la renta bajando el tipo máximo desde el 83% al 40%. Otros países siguieron ese rumbo. En toda la OCDE, los tipos máximos pasaron del 40% en los años ochenta al 28% en 2007.
Tengamos en cuenta que esos desplomes en los impuestos sobre los ingresos han sido mucho mayores en las rentas de capital que en las del trabajo (los impuestos sobre el trabajo representan, según la Comisión Europea, el 50% de los ingresos tributarios en la eurozona). Especialmente intensa ha sido la reducción “competitiva” del tipo de los impuestos de sociedades, y la invención de deducciones y exenciones, para disfrute preferente de las grandes empresas. Ese es, por cierto, el impuesto que Rajoy propone bajar aún más en España.
La crisis que vivimos es la crisis de la inflación de deuda, movida por la avaricia de los mercados financieros, oligopólicos en realidad, y por las decisiones políticas de gobernantes cortoplacistas, incapaces de ver más allá de sus narices; gobernantes que huyeron de los impuestos progresivos para refugiarse en la deuda pública descontrolada.
Ahora, esa crisis, engendrada a lo largo de 30 años, ha estallado, y el mundo occidental se encuentra con enormes deudas privadas y públicas que tiene que digerir, y que alguno no puede digerir sin ayuda externa (Grecia, Portugal, Irlanda… por ahora). Por eso, cuando se clama contra la Unión —como siempre— porque no se ven los brotes verdes, hay que recordar los años de sobreendeudamiento. Salir de esta realidad requerirá tiempo porque se construyó a lo largo de décadas.
La deuda accidental se infló aún más después de la caída de Lehman Brothers (2008-2009) pues los déficits se dispararon ante la necesidad de ayudar al sistema financiero que había creado la crisis, y por la disminución acelerada de los ingresos fiscales. La reacción de la UE es conocida: austeridad (2010-2011). Hoy, esa reacción, montada solo sobre los gastos, no es suficiente, el crecimiento no llega, y la recesión está a la vuelta de la esquina.
Hay que crecer y crear empleo, pero, ¿cómo?, ¿de dónde se saca el dinero para invertir, para volver a calentar la economía paralizada por la ausencia de liquidez y de crédito al por menor? Esta es la pregunta pertinente. La derecha no da respuesta a este interrogante. Decir, como hace Rajoy, que su fórmula mágica es desfiscalizar aún más las rentas del capital o los beneficios corporativos, es, sencillamente, incompatible con el mantenimiento del Estado de bienestar, y también incompatible con los compromisos de reducción del déficit con la Unión Europea.
Por más vueltas que le demos, todos los caminos conducen a la Unión Europea y a los Estados, o sea, a la intervención pública. Hay dos vías inmediatas que deben abordarse si no queremos desembocar en la recesión y profundizar en las crisis de deudas soberanas. La primera ha de ser protagonizada por el Banco Central Europeo, la institución financiera más poderosa de Europa. El BCE debe seguir bajando los tipos de interés y debe intervenir aún más en los mercados de deuda hasta el límite (prohibido por los Tratados) de la monetización de la deuda. Los Tratados deben ser reformados y dar entrada a un modelo monetario más federalizado, que refuerce la eurozona y el BCE, única forma de obtener confianza duradera de los mercados ante el euro.
La otra vía —la más relevante y de largo alcance— está en las manos de los Estados y se llama impuestos progresivos. Los argumentos de la derecha sobre la inutilidad de los impuestos sobre los que más tienen, y su insuficiencia carecen de base real. No es cierto que las grandes fortunas sean pocas y por tanto puedan aportar demasiado poco a las arcas del Estado. Según la OCDE, el 10% de los contribuyentes, que representan a los más ricos, contribuyen en un tercio del total de ingresos tributarios. Así que un aumento sustancial de la carga tributaria sobre las grandes fortunas significaría importantes ingresos fiscales. Ingresos dirigidos a: inversiones creadoras de empleo; servicios públicos de sanidad y educación; y amortización de la deuda. Lo mismo cabe decir de la revisión de la multitud de deducciones del impuesto de sociedades. Y lo mismo de la necesaria lucha contra el fraude fiscal y los paraísos fiscales, cómplices de la globalización financiera corroída por la avaricia.
Es bastante inútil esperar pasivamente a que el crecimiento y el empleo vuelvan como un milagro del espíritu santo. A la política se le pide acción colectiva, acción de poder frente al callejón sin salida de la crisis. Esta crisis creció sobre la codicia de la creación ilimitada de dinero y por tanto de deuda. No puede ser vencida con más deuda artificial y menos impuestos. Tienen que entrar en juego los impuestos progresivos sobre los que más tienen, sean rentas del capital o patrimonio. Y ser complementados con un nuevo impuesto a la globalización y especulación financiera, la tasa de transacciones financieras, que avanza en aceptación en el G-20.
Hay que trabajar en Europa para terminar de una vez con la era de la deuda hegemónica, dominada por los mercados financieros, y volver a la senda de una sociedad de bienestar basada en la capacidad distributiva del impuesto aprobado democráticamente. Es decir, hay que hacer precisamente lo contrario de lo que hicieron Reagan y Thatcher.
Diego López Garrido es secretario de Estado para la Unión Europea.
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