Y Lula se 'comió' a la oposición
Nadie puede negar que el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, sea un animal político. A causa de su pragmatismo y de su capacidad para intuir lo que cada público quiere oir, da la impresión de que juega con dos barajas a la vez. Por eso, ha terminado comiéndose a la oposición, ocupando todos sus espacios. "Estamos en una crisis de identidad, porque Lula ha ido adueñándonse de nuestras banderas", ha dicho confidencialmente a este periódico uno de los líderes del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), llamado a suceder naturalmente al actual Gobierno en el juego de la alternancia democrática.
La oposición ha llegado a reconocer que "es difícil oponerse a un líder como Lula, que tiene de su lado a la gran masa de pobres del país". Y el presidente es tan consciente de ello, que en algún momento delicado de su mandato ha llegado a amenazar a la oposición con "sacar el pueblo a la calle".
El ex mecánico, fundador del Partido de los Trabajadores (PT), que le llevó al poder en el año 2002 bajo las consignas de la izquierda tradicional, ha sabido ganarse prácticamente a todas las fuerzas políticas, desde la derecha hasta la extrema izquierda. Hoy, 11 partidos apoyan a su Gobierno, lo que le garantiza la mayoría del Congreso, aunque a veces deba pagar por ello un precio muy alto: dada la escasa fidelidad de los diputados y senadores brasileños a sus respectivos partidos, suelen ser seducidos con cargos o ayudas financieras para sus respectivos colegios electorales.
El Partido Democrático (DEM), antiguo Partido del Frente Liberal (PFL), que cambió de nombre para liberarse de su marca de derechas, ha sido el partido más difícil de domar por Lula; sin embargo, ha sufrido un importante movimiento migratorio de sus filas a las de otros partidos aliados del Gobierno, con lo que su fuerza política ha quedado notablemente mermada.
El otro gran partido de la oposición, el PSDB, al que el PT de Lula sucedió en el poder y que cuenta en su haber con conquistas como la del Plan Real —acabó con una inflación de tres cifras en el país y devolvió dignidad a la moneda nacional, el real—, ha visto su campo invadido por Lula, que heredó su política económica neoliberal de contención de la inflación, de cambio fluctuante y de rigor fiscal. Al PSDB sólo le quedaba la bandera de las privatizaciones de las grandes empresas estatales. Pero Lula, que logró la reelección en 2006 acusando al PSDB de haber querido "vender el país", se ha apoderado también de una parte de ese terreno: ha comenzado a subastar obras para carreteras, ha creado empresas mixtas —públicas y privadas— y cada vez hace más oídos sordos a los cantos de sirena de su partido, el PT, que querría, por ejemplo, nacionalizar de nuevo empresas como la minera Vale do Rio Doce, una de las más florecientes y rentables de Brasil.
Lula incluso ironiza sobre la oposición, dando a entender que sus diputados tienen un precio, puesto que siempre pueden acabar siendo comprados para que voten sus propuestas en el Congreso a cambio de algún tipo de ayuda. Y eso, a pesar de que nadie ha olvidado aún que en 2005 la política del PT de sobornar a los partidos de la oposición le puso al borde de la destitución.
Para el ex sindicalista —que afirma que en Venezuela existe "un exceso de democracia" porque su homólogo, Hugo Chávez, hace uso de plebiscitos populares continuamente—, lo más importante es poder gobernar directamente con el consenso del pueblo, sin demasiada mediación de los mecanismos de la democracia parlamentaria. Él prefiere la democracia directa, defendida por algunos líderes de su partido, pero que, como en el caso de Venezuela, más que "directa" está dirigida por el poder. Tras las elecciones de 2006, Lula afirmó que había sido elegido por "el pueblo", que había desoído a los poderes fácticos, en los que incluye desde los medios de comunicación a la llamada opinión pública, dominada por la clase media.
A un grupo de empresarios que se quejaba de la excesiva lentitud del Congreso en aprobar ciertas leyes, Lula les advirtió: "No me tienten, porque existe dentro de mí un demonio que me pide que cierre el Parlamento".
Haciendo gala de un gran sentido de la oportunidad, mientras afirma que cambiar la Constitución brasileña para asegurarse un tercer mandato sería "jugar con la democracia", elogia la reforma constitucional que Chávez pretende en Venezuela para asegurarse la continuidad en el poder.
¿Ningún margen, pues, para la oposición a un líder que ha invadido todos los espacios políticos? Según los analistas independientes, la oposición sólo podría hacer frente a Lula con algo que él no posee, a pesar de una popularidad tan enorme que a veces roza el populismo: un proyecto de país a largo plazo. Sólo así, la oposición podría proponer una alternativa al lulismo, que corre el riesgo de perpetuarse al estilo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México.
Según dichos expertos, es necesario un programa de horizonte lejano para hacer de Brasil un país desarrollado y moderno, colocando, en primer lugar, la educación en el centro de la atención política, con la obligatoriedad de la enseñanza media y la creación de miles de escuelas profesionales para los millones de jóvenes que se quedan en la calle, en peligro de ser captados por el narcotráfico, como objetivos.
Al mismo tiempo, es necesario convertir en clase media a los millones de pobres que se hacinan en las favelas y a quienes ahora se ofrece prioritariamente ayuda económica, algo que muchos consideran mero asistencialismo porque mantiene el estado atávico de la pobreza. Además, en Brasil son necesarios ocho millones de viviendas populares como único antídoto a la tremenda favelización del país, que no sólo afecta a las grandes ciudades sino también a las pequeñas del interior.
La oposición podría presentar como alternativa, dicen los politólogos, una democracia parlamentaria, sin resquicios para los golpes de efecto populistas, con instituciones sólidas, con partidos fieles a sus ideologías, con poderes independientes y bien definidos, y con una lucha sin cuartel a la corrupción y a la violencia. Y alertan de que un país sin oposición puede a largo plazo crear mayores riesgos que una dictadura, ya que se desvanecen los estímulos para luchar para cambiar la situación.
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